La inscripción inconsciente: otra memoria¹
Serge Leclaire
Resumen
A partir del recuerdo encubridor de Cyril, el autor considera evidente que las huellas del recuerdo como “memoria inconsciente” verdadera (S. Freud), más allá de la representación, son un escrito abstracto de una escena muchísimo más vasta y compleja, que está siempre presente, viviente y activa. Se trata de un juego pulsional donde cada lugar del cuerpo participa en forma conjugada con las otras zonas erógenas.
El acontecimiento vivido y las huellas son reflejos fragmentarios de la experiencia: lo grabado constituye una forma de lo “abstracto” (de la huella mnémica), formulado mediante algunos rasgos elegidos. Allí se encuentra el enigma que el analista, a través de la asociación libre del paciente y en el transcurso de las sesiones, tendrá que descubrir y descifrar como fragmentos de imágenes (¿recuerdo o sueño?). Ante el deseo del analista de interferir en las asociaciones del paciente y apresurarse a revelar el significado de las representaciones simbólicas, le advierte que corre el riesgo de perder la pista del enigma. Debemos cuestionarnos la realidad de la escena reconstruida por la actualización y el ordenamiento de las huellas mnémicas reencontradas.
Alude al sueño de Laurent como un texto sin sentido, compuesto de inscripciones inconscientes. Se trata de otro sistema, de otro escenario, que está fuera del tiempo y del espacio. A este lugar familiar (“heimlich”) se lo siente y se lo vive ominoso (“unheimlich”); en él se representa la vida del deseo, donde se conjuga la lengua olvidada del amor y se ordenan las palabras del deseo. Remite a las “zonas erógenas”. Agrega que a través del trabajo de análisis habrá que reencontrar, debajo de lo aprendido gracias a la cultura, la lengua inconsciente del deseo: las palabras del deseo.
En un recuerdo límite, que responde a una foto tomada alrededor de sus cuatro años, Cyril se ve o se revé con un rostro que ya no conoce: en plena posesión de su cuerpo, captado por la foto, como fijado en un momento de tranquila seguridad. Está en un jardín al pie de un árbol: la mirada, la boca, las manos, las piernas, incluso los rubios y ondulados cabellos parecen llevarlo a un juego serio y alegre. En los bordes, como una franja, asoma una sonrisa. Y en el centro, ¿qué ve, de frente, sin pestañear? Algo que lo lleva o por lo menos algo hacia donde va, aunque permanece sin forma y sin nombre en su memoria; sin embargo está allí, justo del otro lado de la imagen del recuerdo, tan cerca de la foto que se creería que el reflejo de esa otra cosa se fija allí. Cyril no mira al fotógrafo; ya no sabe quién era. De toda la escena, solo recuerda los lugares: lo que allí sucede transcurre más allá. Seguramente hay grandes margaritas blancas, anémonas amarillas, gramíneas plateadas que centellean, un globo y, presente sin representación, su padre. En el escenario, del otro lado del recuerdo, una fiesta de músculos, olores, caricias y miradas en la que cada parte de los cuerpos de los actores disfrazados de luz, de hojas, de juguetes, de insectos, representa, personaje al fin, una loca y fastuosa historia de amor colmada de terroríficas o deliciosas peripecias, sin dramas ni impasses, como si el deseo hubiera encontrado allí sus palabras justas.
La práctica analítica nos obliga a reconocer que todos los recuerdos grabados en lo que comúnmente se denomina memoria son siempre, como la representación fragmentaria que Cyril reencuentra, un límite o una pantalla más allá de la cual se abre el escenario de otra memoria (de la inconsciente, para decirlo con propiedad) cuyos engramas escapan a la instrumentación representativa y a la organización lógico-discursiva del sistema consciente.
Es lo que Freud advirtió ya en los comienzos de su descubrimiento. El solo reconocía una memoria inconsciente, e incluso negaba al consciente la posibilidad de memorización: “el consciente y la memoria se excluyen mutuamente”. He aquí una afirmación que, como todo el psicoanálisis, contraría nuestros hábitos mentales. En su uso corriente el término memoria designa algo muy diferente de aquello a lo que Freud apunta cuando reco-noce la fuerza determinante de las inscripciones inconscientes. Si deseamos conservarlo para designar las disposiciones que se ordenan del otro lado de la pantalla, previamente debemos hacer una crítica del concepto común de memoria. Convengamos en que esta palabra alude excesivamente a saberes, a representaciones conceptuales, como para dejar lugar a una estimación correcta de las fuerzas vivas cuya paradójica disposición determina, con una potencia inigualable, los constantes imperativos de toda vida. Comúnmente se emplea memoria tanto para la inscripción de huellas como para la capacidad de evocarlas. La palabra se piensa tan claramente que, sobre este modelo, se han construido máquinas que funcionan muy bien y son más confiables y rápidas que nuestro cerebro. Una cinta magnetofónica es más manuable que una plancha de piedra, pero el modelo sigue siendo el mismo: la inscripción de una huella en un material que asegura la conservación de la marca y permite recurrir a él para hacer nuevamente presente lo inscripto o lo grabado. Debemos insistir en que la inscripción mnémica mantiene un vínculo muy selectivo con el acontecimiento vivido y que las huellas no son más que reflejos fragmentarios de la experiencia: lo grabado constituye (a pesar del eslogan de “alta fidelidad”) una forma de lo abstracto formulado mediante algunos rasgos elegidos, así como en una caricatura se retienen solo los rasgos destacados. Para resumirlo en pocas palabras, la huella mnémica mantiene con lo real del acontecimiento vivido la misma relación que una fórmula de balística con el trayecto y el efecto reales del proyectil. En tanto que inscripción, es una abstracción, o sea una operación que, al fijar una huella, la abstrae del acontecimiento y deja de lado la mayor parte. Un análisis elemental evidencia que la fotografía que responde al “recuerdo encubridor” de Cyril fija un reflejo de su mirada y una imagen petrificada de su cuerpo en movimiento. El resto de la escena, como la parte sumergida del iceberg, no fue tomado en cuenta en la operación de inscripción del recuerdo. Conviene señalar, sobre la base de esta observación del carácter “abstracto”, de la huella mnémica, que el trabajo psicoanalítico que se realiza sobre un recuerdo es fundamentalmente el trabajo sobre un texto: el relato de un recuerdo nos pone, como analistas, frente a una inscripción literal cuya naturaleza abstracta, fragmentaria, formulada en una secuencia articulada casi algebraicamente, sostiene el carácter enigmático.
Tal la materia sobre la cual trabajaremos como analistas: no solo tenemos que descubrir los enigmas sino también descifrarlos. ¿Por dónde empezar?
Volvamos al “recuerdo encubridor” de Cyril. Trabajando sobre los elementos que componen el recuerdo esperamos descifrar la inscripción mnémica petrificada en el carácter último y mudo de la pantalla allí erigida como un límite. Como buenos obsesivos, intentamos extender el límite, incluso forzarlo, y avanzamos, lupa en mano, como el legendario Sherlock Holmes, tratando de recoger otros indicios, otras huellas, mediante el procedimiento de investigación inventado por Freud, atentos a todo lo que el paciente dice en sus asociaciones verbales. Es sobre este decir libre-asociativo donde ejerceremos nuestra sagacidad. Así recogeremos como preciosa miel el globo, la anémona amarilla, la margarita blanca que Cyril nos acerca en su discurso; pero también habrá que incluir lo que nos entrega en las próximas sesiones, como ese fragmento de imagen (¿recuerdo o sueño?) de la pequeña fuente en el acuario donde, entre las plantas acuáticas, se deslizan y centellean peces rojos. Primer indicio de una investigación fructífera: establecemos un vínculo entre el centelleo plateado de las gramíneas que aparecen en un principio en la serie botánica y agreste, y el centelleo de los pequeños peces que aparecen en el acuario. Aquí debemos dejar de lado la interferencia del deseo de comprender que sigue siendo el vicio favorito de los analistas. Si de pronto detenemos la marcha del decir y revelamos al paciente los misterios descubiertos por el psicoanálisis acerca de las repre-sentaciones-simbólicas (por ejemplo, acuario: útero materno; centelleo o brillantez: pene turgente), arriesgamos perder la pista del enigma. Una tentación es la de trabajar a destajo, a tantos símbolos por hora, y por supuesto lejos del psicoanálisis. Otra, más sutil e infinitamente más legítima, es considerar la margarita blanca o el pez rojo como un antiguo sobrante de la operación de inscripción mnémica, cuando en rigor ambos deberían ser reconocidos como una huella ya inscripta pero todavía no observada. Nos acercamos en cambio a lo sobrante de la operación mnémica cuando evocamos, con la incierta realidad de los recuerdos (¿recuerdo o sueño?), la imagen fragmentaria y evanescente de la fuente. No porque los elementos que la constituyen escapen al estatuto de huella mnémica, sino porque cada uno de los detalles que componen la representación incierta (como el relieve del pilón de la fuente en cerámica barnizada, el color verde jade de la cabeza de delfín por la que brota el agua) están evidentemente tomados de contextos diferentes y reunidos en la imagen compuesta e incierta de la fuente como para acercar o delimitar algún acontecimiento de gran intensidad. Si el acontecimiento mantiene su fuerza, su vivacidad, es precisamente porque ha eludido el proceso de inscripción mnémica. Es dejado de lado y, porque cae en un irremediable olvido conserva una fuerza no inscripta, no vinculada, y esquiva la captación consciente.
Ya a partir del recuerdo encubridor de Cyril se hacía evidente que las huellas del recuerdo no eran más que un escrito abstracto de una escena muchísimo más vasta y compleja, que está siempre presente, viviente y activa en él. Una suerte de juego pulsional donde cada lugar del cuerpo juega su partida con los otros actores, personas, animales, vegetales o minerales.
Por avanzado que esté el análisis, se repetirá el mismo proceso que consiste en actualizar inscripciones fragmentarias más o menos arcaicas y sentir la tentación de articularlas en una escena, en un pretendido recuerdo verdadero, como Freud en el análisis del Hombre de los Lobos, reconstruyendo una “escena primaria” que va a servir de base y de referencia para la ubicación de la historia del paciente. Llegados a este punto, no omitiremos cuestionarnos acerca de la realidad de la escena reconstruida por la actualización y del ordenamiento de las huellas mnémicas reencontradas. Pues ese cuestionamiento es el momento esencial del trabajo psicoanalítico. Conocemos la conclusión de Freud: es imposible en última instancia resolver y articular en un todo homogéneo el trabajo producido por el análisis: “non liquet”. Aquí debemos desconfiar de la pasión que nos impulsa a ejercer el arte del análisis y que podría conducirnos a ser meros lectores de una lengua muerta; pasión muy próxima a la que llevó a Freud a su aventura y que nos es entregada en términos metafóricos, cuando no fantásticos, descubridora de tierras inexploradas, arqueóloga, descifradora de enigmas. No debemos olvidar que los enigmas son vivientes y que las inscripciones mnémicas que los formulan no cesan, como los rasgos de un rostro, e incluso sus arrugas más profundas, de mantener con las pasiones (o las pulsiones) que lo animan una relación siempre presente, tan perturbadora en su dependencia como fascinante en su constancia.
Así, por un lado, como sostiene Freud, la verdadera memoria es la del sistema inconsciente. Pero, por otro, nuestro sistema consciente se esfuerza en tener al día una especie de registro cuyos relatos ocupan el lugar de memoria “oficial”, necesariamente falsa, así como los manuales escolares de historia no son sino una transcripción ideológica y coagulada de la historia siempre viviente.
Tropezamos aquí con una paradoja que nuestra práctica nos obliga a considerar. Se suele decir que el trabajo analítico consiste en hacer cons-ciente lo inconsciente. A la vez hay acuerdo en que el inconsciente, como tal, es irreductible, y que su naturaleza no puede ser captada conscientemente. Sin salirnos de la metáfora muy freudiana de la inscripción que nos ocupa hoy, podemos decir que la inscripción inconsciente no es traducible ni transportable a otro sistema excepto el del inconsciente. Nos topamos entonces, como es frecuente en psicoanálisis, con una dificultad terminológica cargada de consecuencias prácticas. El término inscripción, como toda palabra tomada en un registro conceptual, acarrea, cualquiera que sea su pretensión de promover la dignidad de un concepto puro, un cortejo teórico que no logra escapar de la implicación fantástica de donde verdaderamente ha salido. De esta manera el término inscripción (Niederschrift) se distingue apenas de la representación de la huella (Spur), huella mnémica (Erinnerungsspur); desde este momento estamos encerrados dentro de un sistema fantástico. Quien diga inscripción pensará en huella casi al mismo tiempo (huella de la pluma sobre la hoja de papel) y montará un dispositivo imaginario compuesto básicamente por una superficie inscribible y un instrumento para grabar allí la huella. Este dispositivo imaginario se impone con tanta simplicidad y evidencia que siempre se lleva a cabo, como ya señaláramos, en la construcción de máquinas de memoria. Pero basta con que una de estas pequeñas máquinas, tan ponderadas hoy por los estudiantes, tenga un desperfecto para que se interponga, inquietante, la sombra de la otra memoria. Usted, por ejemplo, debe redactar un artículo semejante a este, pero le da pereza tomar el papel y el lápiz y escribir el trabajo. Recurre entonces a uno de esos pequeños grabadores y, cómodamente instalado en el sillón, con un trago y cigarrillos, le confía sus geniales pensamientos. Por supuesto, puede cerciorarse —si es meticuloso— de que la aguja testigo se mueve cuando usted habla. Después se abandona a la inspiración. Una vez dicha la última palabra rubrica con un trago la satisfacción moral del deber cumplido. Al día siguiente, para hacer más agradable el incierto despertar, usted pasará la cinta. Pero, maldita y engañosa aguja, después de algunas migajas de su voz se escuchan unos borborigmos grotescos, un silbido y luego nada. “¡Caramba, qué mala suerte…”. ¿Qué quedó de su genial improvisación? A juzgar por la violencia de sus sentimientos en ese preciso instante, mucho más que si la máquina le devolviera el eco de su voz. Aunque se trate de otra cosa. Un consejo: si no perdió todo el coraje, tome esta vez el papel y el lápiz. Verá que después del golpe de esta pérdida tiene más tela que la noche anterior, como si el nuevo texto, fortalecido por esta pérdida, reencontrara las fuentes inconscientes de lo que se llama creación. Y si todavía no bastara, ¡pierda el manuscrito en el subte! Lo importante es no tratar de calcar lo que se ha perdido, y en cambio valerse de esta pérdida, confiado en que lo más auténtico de sí mismo no deja de manifestarse en la memoria sin imagen del inconsciente, desafiando al tiempo. Es necesario que algo del dispositivo imaginario hecho de soportes y de huellas se rompa, por obra de la fatalidad, como en la pequeña historia del grabador que falla, para que el término inscripción recobre vida fuera de su contexto fantástico y para poder experimentar, o comprender, que la “memoria inconsciente” existe y nos fuerza, aun contra nuestros hábitos, a ser lo más fieles posible a nosotros mismos. Allí soportes y huellas se confunden: la inscripción no tiene la simpleza del rastro de un pie marcado en la arena. Pero ¿cómo decirlo? ¿Qué palabras usar para describir su potencia?
El término freudiano más usual para designar lo que queda escrito de modo indeleble en el inconsciente es el de representación (Verstellung) o representante (Repräsentanz). En el área psicoanalítica de lengua francesa el vocablo significante, que J. Lacan tomó de Saussure, trata de imponerse. Personalmente he empleado aquí el término freudiano de huella mnémica inconsciente. A decir verdad, cada una de estas expresiones se presta a críticas: “huella mnémica inconsciente” conserva las palabras huella y memoria, y tiende por consiguiente a mantener el dispositivo imaginario que construye nuestra representación de la memoria. Significante, tomado de la lingüística, tiene la ventaja de hacer hincapié en que el inconsciente está estructurado como un sistema (el de la lengua) que tiene su propia lógica (radicalmente diferente de una lógica de enunciados); pero no logra sus-traerse del todo a la lógica del sentido que implican los términos saussureanos correlativos de significado y signo. Sin duda todavía la denominación menos criticable es la de representante inconsciente (de la pulsión), acuñada por Freud aunque la palabra representante o representación también origina problemas para designar los elementos que constituyen el sistema inconsciente.
A decir verdad, estas dificultades terminológicas muestran claramente a quien tenga una verdadera práctica del psicoanálisis que las operaciones propias del sistema inconsciente no se dejan traducir, ni transportar a la gramática y la lógica de nuestro sistema consciente: estas operaciones no son reductibles o, más precisamente, la reducción a la lógica consciente (lógica de enunciados) se hace a costa de una pérdida esencial.
En la cura analítica se invita al paciente a decir, en el curso de la sesión, lo que se le ocurra tratando de no ocultar nada y sin preocuparse de la coherencia de los resultados. Por supuesto, cumplimos de esta regla más el espíritu que la letra: de este único hecho, de los encadenamientos insólitos se saltará de un tema a otro, acompañando los saltos por un “esto no tiene ninguna relación”. Pero de hecho la relación está allí, manifiesta, incontestable, en la textualidad de la secuencia. Se producen así rupturas, silencios o tropiezos que dejan una inspiración en suspenso. Muchas veces son palabras desconocidas las que irrumpen, como en los sueños, extrañas aleaciones de idiomas diferentes.
Hacia la época en que preparo este texto, un paciente, al que llamaremos Laurent, me cuenta el siguiente sueño: hay una frase que se impone, escandida como las sílabas de un hemistiquio: “Guet libus ombres”, lo que en idiomas conocidos no tiene ningún sentido. Este hemistiquio, recogido en la “vía regia del sueño”, nos proporciona una representación sumamente fiel de lo que es un texto compuesto de inscripciones inconscientes, ya descubierto, que tenemos que descifrar. Analicemos, en consecuencia, con Laurent, lo que dice en esta lengua desconocida, tratando de escuchar en su relato la verdad inaudita de los elementos inconscientes. En primer lugar, Laurent propone una traducción muy libre del texto del sueño; para él, “guet” sería el “gut” (bueno) germánico tal como lo pronunciaría en “Schwitzerdutch” un zuriquense o un campesino del Oberland, con mucho acento dialectal. Luego, pese al sonido muy latino de “libus”, el alemán se impone por contagio para hacer escuchar el “lieben” (amar). Luego, como decididamente no se trata de francés, y por tanto de entender “ombres” como sombras, probamos con el español: “hombres”. “Traduciríamos”: “es bueno amar a los hombres”. Pero no nos apresuremos a comprender, conformándonos con esa traducción, ni cerremos el oído con la excusa —la suficiencia vana— de que hemos escuchado cómo se confesaba un deseo homosexual. Por lo demás los “hombres” ¿no son como sombras escapadas del reino de los muertos? Además Laurent no se queda ahí: “libus” le llama la atención, ya que el “beben” no parece haber agotado lo que quiere decir este “libus” enigmático. Un término italiano se impone ahora: “busillis”. Esta palabra —me explica— tiene una historia muy singular. Estaba inscripta sobre una lápida que tenía una inscripción latina. Los arqueólogos, perplejos, ciega y obstinadamente buscan el sentido de un busillum o busillus. Solo cuando advierten en la línea superior el “inre”, grabado a intervalos regulares entre las letras, pueden leer, una vez establecidos los cortes y las continuidades en sus correspondientes lugares: “in rebus illis”. “Busillis”, sin embargo, ha pasado a significar en lengua italiana² una dificultad, un punto oscuro; el busillis es el escollo de la cuestión. En este momento sería difícil decir en qué sitio estamos. Después, Laurent se pone a escandir el enunciado del sueño: guetlibusombres. Un dáctilo, un espondeo³, solamente cinco pies. Notable terminología, agrega, que alude a partes del cuerpo en fiesta: dedo (dáctilo), libación (espondeo), sobre todo pie, que hoy no se comprendería si no fuera por la expresión “prendre son pied” que significa “prendre son plaisir”, pero placer en su acepción específicamente sexual.
Si dejamos hablar en libre asociación, según la regla freudiana a aquello que encubre en su lengua desconocida el enunciado textual del sueño (“guetlibusombres”), aparecerá una serie de elementos imposible de transcribir con naturalidad en una formulación significativa. Son como líneas de fuerza dibujadas alrededor de términos que parecen escapar al sentido común de nuestra razón consciente. La primera de estas líneas (“amar a los ‘ombres’”), incluso si nos abandonamos a la tentación de reducirla a la confesión de un deseo homosexual, permanece abierta e inestable en torno al significante (o representante inconsciente) “ombres”, que contiene, además del hombre y la sombra, la cosa indeterminada, “res” (ya evocada en “in rebus illis”). La segunda línea de fuerza (“busilis”), más elocuente por su concisión, señala excelentemente la índole de intraducible que tiene la inscripción inconsciente, de obstáculo para el ordenamiento de una expresión conceptual. Por último la serie de términos retóricos acentúa que lo dicho en el hemistiquio del sueño es una suerte de fiesta donde partes de cuerpos celebran la ternura y gozan de sus relaciones.
Es así como aparece, en el análisis, el inconsciente. No solo como otro sistema, sin causalidad ni contradicción, radicalmente distinto de los que elaboramos con nuestro pensamiento consciente, sino también como otro lugar, “otro escenario” no regido ni por el tiempo ni por el espacio. Este otro lugar, por familiar, por íntimo que fuere, tan “heimlich” como el exilio racional en el que nos atrapa la “civilización” (Kultur), lo sentimos y vivimos completamente “Unheimlich”, extraño e inquietante. En este otro lugar, al que el análisis nos devuelve, se representa la vida del deseo, y solo ella. No con personajes teatrales, cuerpos esbeltos y seductores vestidos con ricos atuendos, que profieren discursos ideológicos, sino con cada parte de nuestro cuerpo; con nuestros dedos, nuestros ojos, nuestra piel, nuestra boca, despojados de todo ropaje imaginario, y hablando entre ellos la lengua olvidada del amor, donde se conjugan y se ordenan las palabras del deseo. Estas partes de nuestro cuerpo que actúan en la escena inconsciente no son las que diseca el anatomista o el fisiólogo obsesivo, sino las que el psicoanálisis nos hizo reconocer como “zonas erógenas” (y todas lo son), huidizas si se intenta totalizarlas y dueñas de una rara capacidad; la de hablar sin haber aprendido a hacerlo. No cesan de conjugar el “yo”, el “tú”, el “él” alrededor de todos los verbos que expresan la “relación” en un lenguaje tan olvidado (o reprimido) que nos parece desconocido. Tales palabras y sobre todo tales verbos constituyen el discurso inconsciente; ninguna metáfora, ninguna traducción, ninguna transcripción puede dar cuenta de ello, pues no hay ninguna cuenta que dar; no debe ser representada puesto que el inconsciente, más que ninguna otra cosa en el mundo, está presente, es el “hic et nunc” en todos los actos y palabras de nuestra vida cotidiana, a pesar de las pantallas de la razón. Este discurso inconsciente está allí, inmediatamente presente en nosotros y en el mundo, como el paraíso de los teólogos, pese a todas las construcciones y sistemas mediante los cuales reiteramos el orden de las cosas llamándolo realidad, orden y realidad que sin mediación, están allí, en el deseo (lo propio del hombre) que nos hace vivir. Solo los poetas y los amantes parecen aún recordarlo. Y sin embargo, cada uno tiene el presentimiento, si no la certidumbre, cuando en la “relación sexual” intenta afirmar para sí y para el otro la presencia de las palabras del deseo que constituyen el inconsciente. No es necesario ser psicoanalista para advertir la imperfección, cuando no la miseria, de lo que nostálgicamente llamamos nuestra vida amorosa. Es que los hombres y las mujeres de nuestra cultura todavía somos “analfabetos en amor”, como Ingmar Bergman hace decir al héroe de Escenas de la vida conyugal.
Nos falta entonces aprender a leer, a entender, a escribir y a hablar la lengua del inconsciente; mejor dicho, nos falta reencontrar, debajo de todo aquello que nuestra cultura nos ha inculcado, esa lengua inconsciente que recibimos junto con nuestra condición de seres hablantes.
Dejemos que nos maraville, aunque estemos ciegos y sordos todavía, este milagro de sabiduría y deseo que brota en el niño desde sus primeros días. Vive en el presente de la memoria del mundo, la verdadera, la otra, el inconsciente, la que no debe ni inscribirse ni borrarse. Nos permite ver, sentir y tocar aquello que, de la relación sexual que lo ha concebido y hecho nacer, se encuentra y vive en él como tantos otros signos del deseo: su mirada, sus llantos, sus gestos, su sonrisa, sin otras palabras que lo que se representa allí entre él y nosotros, en cada parte de su cuerpo todavía nuevo. Por mucho que la hayamos olvidado, la lengua inconsciente del deseo sigue hablando por cada poro de su piel. Allí, como en el amor, ella balbucea y nosotros escuchamos.
La memoria del hombre, o su “historia”, la verdadera, no se manifiesta más que en el presente, en una lengua siempre original. Para reencontrarla recordemos solamente —como lo hacemos sin proponérnoslo en el tiempo del amor— que bastan una mirada hacia el otro y algo de paciencia y silencio para que “canten” en directo y sin grabación posible, las palabras del deseo.
París, 11 de abril de 1976.
¹ Trabajo publicado en la Revista de Psicoanálisis, 1978, XXXV, 2, 251-262.
² También en castellano (N. del T.).
³ Con el nombre dáctilo se designa en la métrica antigua el pie formado por una sílaba larga y dos breves (guet-li-bus). Espondeo es ei pie compuesto de dos sílabas largas (om-bres) (N. del T.).
Descriptores: INCONSCIENTE / MEMORIA / INSCRIPCIÓN / HUELLA MNEMICA / RECUERDO ENCUBRIDOR / REPRESENTACIÓN / SIGNIFICANTE
Abstract
The unconscious inscription: another memory
Starting from one of Cyril’ screen memories, the author deems evident that memory traces as a true “unconscious memory” (S. Freud) beyond representation are an abstract writing of a much more vast and complex scene, which is always present, alive and active. It is a drive game where each place of the body participates together with the erogenous zones.
The lived event and the traces are fragmentary reflections of the experience: the engraving constitutes a form of the “abstract” (of the mnemonic trace), formulated by means of a few chosen traits. Therein lies the enigma that the analyst, through the patient’s free association and in the course of the sessions, will have to discover and decipher as fragments of images (memory or dream?). Regarding the analysts’ desire to interfere in the patient’s associations and their rush to reveal the meaning of the symbolic representations, the author warns that there is a risk of losing track of the enigma. One shoud question the reality of the scene reconstructed by the updating and ordering of the memory traces found.
The author alludes to Laurent’s dream as a meaningless text, composed of unconscious inscriptions. It is another system, another scenario, which is outside of time and space. This familiar place (“heimlich”) is felt and experienced as uncanny (“Unheimlich”); it represents the life of desire, where the forgotten language of love is conjugated and the words of desire are put in order. It refers to the “erogenous zones”. He adds that through the work of the analysis it will be necessary to rediscover, underneath what has been culturally learned, that unconscious language: the words of desire.
Keywords: UNCONSCIOUS / MEMORY / INSCRIPTION / MEMORY TRACES / SCREEN MEMORIES / REPRESENTATION / SIGNIFIER
Resumo
A inscrição inconsciente: outra memória
O autor, a partir da recordação encobridora de Cyril, apresenta seu trabalho onde desenvolve como se torna evidente que as marcas da recordação como “memória inconsciente” verdadeira (S. Freud), além da representação, são um escrito abstrato de uma cena muito mais vasta e complexa, que está sempre presente, vivente e ativa. Um jogo pulsional onde cada lugar do corpo participa de forma conjugada com as outras zonas erógenas.
O acontecimento vivido e as marcas são reflexos fragmentários da experiência: o que está gravado constitui uma forma do “abstrato” (da marca mnêmica) formulado através de alguns traços escolhidos, onde se encontra o enigma que o analista, através da associação livre do paciente e no transcurso das próximas sessões, como fragmentos de imagem (recordação ou sonho?) terá que descobrir e decifrar. Chama a atenção sobre o desejo do analista de interferir nas associações do paciente e se apressar em revelar o significado das representações simbólicas, sobre o risco de perder a pista do enigma. Devemos nos questionar sobre a realidade da cena reconstruída pela atualização e o ordenamento das marcas mnêmicas reencontradas.
Faz alusão ao sonho de Laurent, como um texto sem sentido: texto composto de inscrições inconscientes. Outro sistema, outro cenário fora do tempo e do espaço. Este lugar “heimlich”, que se sente e se vive “Unheimlich”, no qual se representa a vida do desejo, onde se conjugam a língua esquecida do amor e as palavras do desejo são ordenadas. Remete às “zonas erógenas”. Acrescenta que através do trabalho de análise, terá que reencontrar o que foi aprendido pela cultura, pela língua inconsciente do desejo: as palavras do desejo.
Palavras-chave: INCONSCIENTE / MEMÓRIA / INSCRIÇÃO / MARCA MNÊMICA / LEMBRANÇA ENCOBRIDORA / REPRESENTAÇÃO / SIGNIFICANTE