El trauma psíquico infantil, de nosotros a Freud¹
Trauma puro, retroactividad y reconstrucción
Madeleine Baranger, Willy Baranger y Jorge Mario Mom
Resumen
En la obra de Freud, el concepto de trauma psíquico infantil sufre una evolución en el sentido de una complejidad cada vez mayor. Los autores sostienen que esta ampliación responde a una concepción de la temporalidad en retroacción [“Nachtráglich”], que es precisamente la que utilizamos en el proceso analítico de reconstrucción e historización desde el presente hacia el pasado. Estamos así llevados a diferenciar entre la forma límite del trauma “puro” inasimilable, casi pura pulsión de muerte, y las formas historizadas retroactivamente y reintegradas en la continuidad de un transcurrir vital que “inventamos” en el trabajo analítico.
Introducción
Podríamos experimentar cierta sorpresa frente a la afirmación de Freud de que una neurosis donde el factor trauma (psíquico infantil) tenga mayor importancia relativa frente a los dos otros grandes factores etiológicos en psicopatología (fuerza de las pulsiones y alteraciones del Yo) augura mejor pronóstico que las demás. Por ello parece necesario esclarecer qué concepto de trauma usa Freud en Análisis terminable e interminable (1937). Por otra parte, la mayoría de los intérpretes de Freud toman al pie de la letra su intento manifiesto de revalorizar el enfoque económico, en este texto. Pero ¿de qué economía se trata exactamente?
En otras palabras: el “trauma” de 1937 ¿remite al trauma de 1895 y a la metapsicología de 1915? ¿O se refiere Freud en 1937 al concepto de trauma ampliado, en particular en 1926 (Inhibición, síntoma y angustia y obras contemporáneas)? Uno estaría tentado de establecer cierto paralelismo entre los tres factores etiológicos mencionados y los tres enfoques de la metapsicología. El trauma correspondería así al enfoque económico; la fuerza de las pulsiones, al enfoque dinámico y las alteraciones del Yo, al enfoque topológico-estructural. Pensamos que debemos resistir enérgicamente a esta tentación y que la elucidación de la pregunta acerca del sentido de la palabra “trauma” en el texto que nos ocupa está ligada al concepto del enfoque económico en ella propugnado.
Solo el esclarecimiento de este punto nos permite situar los múltiples desarrollos del concepto de trauma psíquico infantil en el pensamiento analítico ulterior a Freud, e intentar situamos a nosotros mismos en esta evolución.
Vicisitudes del concepto de trauma psíquico en el pensamiento de Freud
Todos los comentadores están de acuerdo en el hecho de que el concepto de trauma psíquico sufre una evolución considerable a medida que Freud va elaborando y modificando el edificio teórico del psicoanálisis, y coinciden igualmente acerca del sentido de esta evolución: una ampliación progresiva de la connotación del concepto, un alejamiento cada vez mayor del concepto médico de trauma (efracción brusca en la homeostasis orgánica, herida), una diversidad y complejidad crecientes de las situaciones traumáticas, una metapsicología más compleja.
En todos estos puntos, coincidimos con Laplanche y Pontalis (1971) y con Sidney Furst (1967), en el libro realmente “básico” editado por él y que reúne, aparte de su contribución propia, una serie de aportes valiosos a la comprensión del concepto de trauma psíquico infantil (Furst, 1967). Ya se entiende que nuestra lectura de Freud no es exactamente la misma: las diferencias se deben, no al estudio minucioso de los textos freudianos, que todos hemos realizado, sino a cuestiones de énfasis, es decir, al hecho de que leemos a Freud a posteriori, lo que es evidente de por sí.
En un primer momento, anterior a 1900, Freud, en colaboración con Breuer (1895) y por su propia cuenta, se ocupa del trauma en relación con la etiología de las neurosis de transferencia (sobre todo la histeria) y establece una descripción metapsicológica de forma predominantemente económica. El trauma psíquico se ve equiparado en esta época al trauma psíquico sexual infantil. El “abandono” de la teoría de la seducción da paso a un predominio creciente de la vida fantasmática en la producción de los traumas y de sus efectos patógenos. Asimismo, la exploración de la vida sexual infantil en los años ulteriores a este primer período abre un abanico de situaciones virtualmente traumáticas muy variadas que obligan a una reconsideración de la metapsicología del trauma, que Freud produce en sus Conferencias de introducción al psicoanálisis, de 1916-1917.
Al mismo tiempo las exigencias de la catástrofe mundial reactivan el interés de Freud (Freud, 1919) en las neurosis de guerra y las neurosis traumáticas en general. El concepto de trauma psíquico actual, puntiforme, como efracción, parecería recuperar su ubicación al lado del trauma sexual infantil, al mismo tiempo que la concepción económica del trauma volvería a tomar un vigor renovado.
Pero Freud va elaborando su segunda tópica y profundizando su estudio de las fuentes de la angustia. Inhibición, síntoma y angustia (Freud, 1926) marca la última reestructuración del concepto de trauma en relación con la angustia, y su sustitución definitiva por el de situación traumática, dando cuenta a la vez de la interacción de las situaciones internas y externas y del carácter interestructural de todas las situaciones traumáticas.
Este breve sobrevuelo de la evolución de la teoría del trauma en Freud nos invita a precisar algunos de sus aspectos multifacéticos. Se sabe que las observaciones de Freud se inician como una prolongación y modificación de la teoría traumática de la histeria en Charcot (Freud, 1892-1894). Freud mismo se sitúa en relación con este:
El contenido del recuerdo es por regla general el trauma psíquico apto por su intensidad para provocar el estallido histérico en el enfermo, o bien el suceso que por su ocurrencia en un momento determinado se convirtió en trauma. En casos de la histeria llamada “traumática”, este mecanismo salta a la vista en la observación más gruesa, pero también se lo puede comprobar en una histeria que no presente un gran trauma único. En estos casos uno descubre traumas más pequeños repetidos o, si prevalece el factor de la predisposición, unos recuerdos a menudo indiferentes en sí mismos, elevados a la condición de traumas. Un trauma se podría definir como un aumento de excitación dentro del sistema nervioso, que este último no es capaz de tramitar suficientemente mediante reacción motriz. El ataque histérico quizá se deba concebir como un intento de completar la reacción frente al trauma (Freud 1892-1894).
Es cierto que los Estudios sobre la histeria presentan la etiología de esta neurosis, así como el mecanismo de su curación, desde un enfoque en gran parte económico: el trauma es un exceso de excitación que no puede ser derivado por vía motriz, ni integrado asociativamente, ni “worked over” por un trabajo de memoria. La resolución del trauma implica catarsis, abreacción de la “energía estrangulada”. Sin embargo, conviene notar que, aun rechazando la importancia de los “estados hipnoides” de Breuer en la etiología de la histeria, Freud está lejos de limitarse a una concepción económica. El “Manuscrito K” (Freud, 1896) enviado a Fliess en 1896 muestra con claridad la importancia de los factores dinámicos y topológicos en la etiología de la histeria, así como la complejidad del proceso de creación de los síntomas:
La trayectoria de la enfermedad en las neurosis de represión es en general siempre la misma. 1] La vivencia sexual (o la serie de ellas) prematura, traumática, que ha de reprimirse. 2] Su represión a raíz de una ocasión posterior que despierta su recuerdo y así lleva a la formación de un síntoma primario. 3] Un estadio de defensa lograda, que se asemeja a la salud salvo en la existencia del síntoma primario. 4] El estadio en que las representaciones reprimidas retoman, y en la lucha entre estas y el yo forman síntomas nuevos, los de la enfermedad propiamente dicha; o sea, un estadio de nivelación, de avasallamiento o de curación deforme (Freud, 1896).
Estamos lejos del trauma puntiforme por efracción e inundación energética que proviene del exterior, calcado sobre la neurosis traumática: la mayoría de las veces, se trata de serie de traumas repetidos cuyo recuerdo exige la represión (el olvido). En todos los casos, lo que está en juego es una clase bien particular de traumas, los que afectan la sexualidad infantil, y en especial la seducción del niño por un adulto o por un niño mayor. El trauma mismo desencadena una dialéctica defensiva compleja, y la curación de los síntomas que ocasiona tampoco se puede formular en términos exclusivamente energéticos: la abreacción, además de su aspecto emocional, implica todo un trabajo de memoria, de restablecimiento de vínculos asociativos, de reintegración en el Yo de lo que había sido escindido.
Ha sido ampliamente comentada la “renuncia” de Freud a la teoría de la seducción infantil, desde que se dio cuenta de que una parte de los recuerdos que surgían en el tratamiento de los pacientes histéricos no podían ser considerados como verdaderos recuerdos de acontecimientos que hubieran pasado realmente, sino que respondían a construcciones fantasmáticas inventadas ulteriormente. Conocemos la carta a Fliess del 21-9-1897, en la cual Freud confiesa a su amigo que “no cree más en su ‘neurótica’” y la desazón que lo embarga en aquel momento, hasta hacerlo dudar de sus propios descubrimientos sobre las neurosis de transferencia. En realidad, lo que este descubrimiento pone en tela de juicio no es el conjunto de la teoría de la histeria, sino el contenido del concepto de trauma: existen casos en que la “seducción infantil” no corresponde a la realidad material, pero sí a la realidad psíquica, y aun en los casos en que la realidad de la seducción infantil es indudable el elemento fantasmático no deja por ello de tener una importancia predominante. Así lo formula Freud, en una visión retrospectiva, varios años más tarde:
Este esclarecimiento, que corregía por cierto el más importante de mis errores iniciales, no podía menos que alterar también la concepción del mecanismo de los síntomas histéricos. Ya no aparecían más como retoños directos de los recuerdos reprimidos de vivencias sexuales infantiles, sino que entre los síntomas y las impresiones infantiles se intercalaban las fantasías (invenciones de recuerdos) de los enfermos, casi siempre producidas en los años de la pubertad. Estas se construían, por un lado, a partir de los recuerdos infantiles, rebasándolos, y por el otro se transponían directamente en los síntomas. Solo al introducirse el elemento de las fantasías histéricas se hicieron transparentes la ensambladura de la neurosis y su vínculo con la vida de los enfermos (Freud, 1906).
Sería por lo tanto abusivo hablar de un “abandono” por Freud de la teoría de la seducción infantil; con mayor exactitud podríamos pensar en una profundización del concepto de trauma sexual infantil que concediera a la vida fantasmática, es decir, a la realidad psíquica, su rol protagónico entre los acontecimientos realmente vividos y los efectos patógenos que podemos constatar. La desilusión de Freud con respecto al rol patógeno de la seducción abre la vía a una teoría más compleja del trauma que enfatiza su aspecto interno, sin por ello renunciar al fundamento “real” de las situaciones sexuales traumáticas, aunque sea bajo la forma de situaciones universales y paradigmáticas. Por otra parte, toda la experiencia analítica ulterior viene a confirmar la muy alta frecuencia de las seducciones infantiles plenamente comprobables en los analizados, histéricos y otros.
Nachträglich
Otro punto, además de la imprescindible participación de la fantasía en su constitución, que viene a matizar y limitar el aspecto económico del trauma es la universalidad del a posteriori [nachträglich-keit], concepto de Freud al cual muchos comentadores no dieron la importancia que, en nuestra opinión, le corresponde. Laplanche y Pontalis han recalcado su primordial importancia en la génesis del trauma psíquico infantil, y sus implicaciones para todo el pensamiento analítico. Aun en el caso de un acontecimiento simple, una seducción infantil puntiforme, por ejemplo, la huella de este acontecimiento, si bien permanece en el psiquismo, no constituye en sí un trauma, en el sentido de que no produce efectos patógenos hasta que las condiciones de maduración o nuevos acontecimientos muy ulteriores vienen retroactivamente a convertir este primer acontecimiento en trauma; solo entonces se manifiestan sus consecuencias patógenas. Freud describe este proceso ya en 1895, en su Proyecto inacabado, y llega a la conclusión de que “dondequiera se descubre que es reprimido un recuerdo, este solo con efecto retardado [nachträglich] ha devenido trauma. Causa de este estado de cosas es el retardo de la pubertad respecto del restante desarrollo del individuo”, retardo que posibilita “procesos primarios póstumos”.
No se trata aquí simplemente de una acción diferida, de una causa que permaneciera latente hasta la oportunidad de manifestarse sino de una causación retroactiva, desde el presente hacia lo pasado.
La introducción de la “nachträglichkeit” marca los momentos en los cuales Freud abandona el modelo de la causalidad mecánica y la temporalidad lineal según el vector pasado-presente a favor de un concepto dialéctico de la causalidad y de un modelo “en espiral” de la temporalidad, donde el futuro y el pasado se condicionan y significan recíprocamente en la estructuración del presente. El análisis del “Hombre de los Lobos” (Freud, 1918) muestra, de manera prototípica, cómo se produce esta re-significación del trauma (escena primaria) en relación con todo el proceso analítico, aunque su recuerdo directo haya quedado inalcanzable.
Esta causalidad y esta temporalidad son las que sostienen la posibilidad de una acción terapéutica específica del psicoanálisis: si no existiera esta retroactividad en la constitución del trauma, tampoco existiría la posibilidad de modificación de nuestra historia, es decir, nuestros tratamientos no tendrían futuro. Así se explica la afirmación de Freud en Análisis terminable e interminable (Freud, 1937) de que las neurosis de mejor pronóstico son precisamente aquellas cuyo factor etiológico es el trauma: la retroactividad que sirvió a la constitución de la situación traumática también puede servir, interpretación mediante, para deshacer lo que ha constituido, para reintegrar los elementos de las situaciones traumáticas en una nueva dinámica temporal. El atenernos a las categorías de causalidad y temporalidad concebidas linealmente nos impediría la menor eficacia terapéutica.
Series complementarias
La síntesis realizada por Freud en sus Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-1917) le proporciona la oportunidad de reubicar la teoría del trauma dentro de un conjunto más amplio de conceptos que han permanecido bajo el nombre de teoría de las series complementarias, y que Freud resume en su bien conocido cuadro etiológico. En un primer nivel del cuadro, se suman la “constitución sexual” más la “experiencia infantil”. La “constitución sexual”, en realidad, no es sino el precipitado de experiencias prehistóricas, cuyo ejemplo más conspicuo es el complejo de Edipo. El segundo nivel es la suma de la “disposición debida a la fijación de la libido” a la cual se agrega la “experiencia (adulta) accidental (traumática)”. En el tercer nivel se produce la neurosis.
Encontramos por lo tanto el trauma en dos puntos distintos de la serie: en las experiencias prehistóricas (el gran trauma del asesinato del padre y de la castración) y en el nivel de la experiencia accidental adulta que produce el trauma por retroactividad.
No se nos escapa que, en este texto, Freud, si bien insiste sobre la constitución del trauma en dos tiempos, con retroactividad del actual sobre el pasado, atribuye esta retroactividad a una regresión de la libido al punto de fijación de la experiencia infantil, abandonando la libido sus posiciones ulteriores. Convendría sin embargo interrogarse sobre la naturaleza exacta de esta regresión. A primera vista, parece autorizar una visión mecanicista de la teoría de las series complementarias —y es así como se la comprende generalmente—. Pero cabe otra interpretación si pensamos, por ejemplo, en el análisis del “Hombre de los Lobos” (Freud, 1918). En esta perspectiva, la regresión de la libido expresaría más bien una resignificación de la experiencia infantil, el retorno de la libido de los intereses actuales a los infantiles, presentándose entonces como una consecuencia de este proceso.
Neurosis de guerra
El interés de Freud en las neurosis traumáticas se encontró fuertemente estimulado por el florecimiento de las neurosis de guerra a partir de 1914. Ya sus Conferencias reflejan este interés y la necesidad, para Freud, de una nueva reflexión que situara el trauma psíquico desencadenante de las neurosis de guerra en relación con el trauma psíquico infantil de las neurosis de transferencia. En el primero, puntiforme (tal terror, tal bombardeo, etc.), se manifiestan en forma mucho más ruidosa y evidente la efracción e inundación emocional que caracterizaban el primer concepto de trauma, con la consiguiente tentación de entenderlo en términos predominantemente económicos:
Las neurosis traumáticas dan claros indicios de que tienen en su base una fijación al momento del accidente traumático. Estos enfermos repiten regularmente en sus sueños la situación traumática; cuando se presentan ataques histeriformes, que admiten un análisis, se averigua que el ataque responde a un traslado total —del paciente— a esa situación. Es como si estos enfermos no hubieran podido acabar con la situación traumática, como si ella se les enfrentara todavía a modo de una tarea actual insoslayable; y nosotros tomamos esta concepción al pie de la letra: nos enseña el camino hacia una consideración, llamémosla económica, de los procesos anímicos. Más: la expresión “traumática” no tiene otro sentido que ese, el económico (Freud, 1917-1918).
Afirmación tajante, esta última, que contradice todo lo que Freud venía elaborando en los años anteriores, pero que él mismo se encarga de matizar a continuación: “Los incrementos de estímulos no han podido ser ‘elaborados de la manera normal’”.
Las reflexiones ulteriores de Freud acerca de las neurosis de guerra lo llevan a una evolución un tanto paradójica: profundiza el enfoque económico en su acepción estricta y a la vez descubre la pulsión de muerte. En su profundización Freud introduce el nuevo concepto económico de “barrera anti-estímulos”, cuya ruptura provocaría el trauma.
“Llamemos traumáticas a las excitaciones externas que poseen fuerza suficiente para perforar la protección anti-estímulo. Creo que el concepto de trauma pide esa referencia al apartamiento de los estímulos que de ordinario resulta eficaz” (Freud, 1920, p. 29).
Esta brecha ocasiona una perturbación considerable “en el funcionamiento de la energía del organismo”, pero también “el aparato psíquico” es inundado por grandes cantidades de estímulos.
Todestrieb
Las neurosis de guerra, que habían llevado a Freud a una revalorización del enfoque económico, se van articulando cada vez más con las neurosis de transferencia, y el trauma que las origina se vuelve más complejo y más semejante al trauma psíquico infantil.
Y hasta se podría decir que en las neurosis de guerra, a diferencia de las neurosis traumáticas puras y a semejanza de lo que sucede en las neurosis de transferencia, lo que se teme es pese a todo un enemigo interior. No parecen insuperables las dificultades teóricas que cierran el paso a esa concepción unificadora; en efecto, es posible, con buen derecho, caracterizar a la represión, que está en la base de toda neurosis, como reacción frente a un trauma, como neurosis traumática elemental (Freud, 1919).
Asimismo declara que:
En cuanto a las “neurosis de guerra” (en la medida en que esta designación denote algo más que la referencia a lo que ocasionó la enfermedad), es puntualizado en otro lugar que muy bien podría tratarse de neurosis traumáticas facilitadas por un conflicto con el yo (Freud, 1920, p. 32).
El estudio de las neurosis traumáticas y de las neurosis de guerra, sumado a sus reflexiones en otras líneas de pensamiento, lleva a Freud a introducir un concepto nuevo que será destinado a modificar el edificio teórico del psicoanálisis y, en particular, la teoría del trauma: el de pulsión de muerte. En efecto, los sueños típicos de las neurosis traumáticas constituyen el ejemplo prototípico de fenómenos psíquicos que escapan al dominio del principio de placer.
Pero los mencionados sueños de los neuróticos traumáticos ya no pueden verse como cumplimiento de deseo; tampoco los sueños que se presentan en los psicoanálisis, y que nos devuelven el recuerdo de los traumas psíquicos de la infancia. Más bien obedecen a la compulsión de repetición, que en el análisis se apoya en el deseo (promovido ciertamente por la “sugestión”) de convocar lo olvidado y reprimido (Freud, 1920, p. 32).
Estos sueños, independientes del principio de placer, pertenecen, dice Freud, a un intento de dominar retroactivamente el exceso de estímulo, al desarrollar la angustia que faltó en el momento del trauma, y así evidencian una función del aparato psíquico más primitiva que el establecimiento del principio de placer. La existencia de la compulsión a la repetición, evidenciada en una cantidad de fenómenos, lleva a Freud a buscar el fundamento último del conflicto psíquico en la lucha entre la libido y la pulsión de muerte. Volveremos sobre este punto.
Del trauma a la situación traumática
El último gran aporte de Freud a la teoría del trauma psíquico infantil se encuentra en 1926, en Inhibición, síntoma y angustia, correlativamente a la elaboración de la última teoría de la angustia y al establecimiento de la distinción entre angustia automática y angustia señal.
Toda la elaboración de Freud, desde la temprana introducción del concepto de trauma, se ha dirigido a una sustitución de la noción de trauma puntiforme por la de situación traumática. Pero solo cuando el trauma se articula con la teoría de la angustia, el concepto de situación traumática recibe todo el énfasis al cual tiene derecho. La exploración de la sexualidad infantil a través del análisis de los adultos, y de la observación analítica de niños como Juanito, había llevado a Freud a inventariar una serie de situaciones traumáticas, presentes en la evolución de cualquier individuo más allá de las diferentes formas que podían adoptar en su historia particular. La castración, por amenaza directa o fantaseada y percepción de la falta de pene en la mujer, constituye para el varón “el trauma más grande de su vida”, escribe Freud en 1939. El complejo de Edipo mismo, con su fuerte articulación con el complejo de castración, constituye ya por sí una situación traumática. También el destete, la pérdida de las heces, los duelos, el nacimiento de hermanos menores, etc., constituyen situaciones traumáticas paradigmáticas. No nos detendremos sobre el trauma de nacimiento; Freud ha mostrado de manera muy convincente lo que se podía y lo que no se podía aceptar de la teoría de Rank a este respecto; aunque el nacimiento sea objetivamente una separación de la madre, no puede ser considerado como el prototipo de las situaciones traumáticas de separación porque
[…] algo obsta, por desdicha, para sacar partido de esa concordancia: el nacimiento no es vivenciado subjetivamente como una separación de la madre, pues esta es ignorada como objeto por el feto enteramente narcisista. He aquí otro reparo: las reacciones afectivas frente a una separación nos resultan familiares y las sentimos como dolor y duelo, no como angustia. Por otra parte, recordemos que en nuestro examen del duelo no pudimos llegar a comprender por qué es tan doloroso” (Freud, 1926, p. 124).
Llama la atención en Inhibición, síntoma y angustia la importancia de las situaciones traumáticas centradas en las experiencias de pérdida —de la madre, del amor de la madre, del amor de los objetos, del amor del Superyó, etc.—, experiencias que sumen al sujeto en un estado de desvalimiento, en un estado de total impotencia motriz o psíquica frente a las irrupciones de stimuli de origen externo o interno. Las palabras clave de esta obra fundamental son: “desvalimiento” [Hilflosigkeit] e “inundación” [Overwhelming]. La situación traumática de base es la situación de “desvalimiento”, y todas las situaciones traumáticas remiten a ella. La articulación entre situación traumática, situación de peligro y angustia aparece con suma claridad:
[…] llamamos traumática a una situación de desvalimiento vivenciada; tenemos entonces buenas razones para diferenciar la situación traumática de la situación de peligro […]; de acuerdo con el desarrollo de la serie angustia-peligro-desvalimiento (trauma), podemos resumir: la situación de peligro es la situación de desvalimiento discernida, recordada, esperada. La angustia es la reacción originaria frente al desvalimiento en el trauma, que más tarde es reproducida como señal de socorro en la situación de peligro. El yo, que ha vivenciado pasivamente el trauma, repite [wiederholen] ahora de manera activa una reproducción [Reproduktion] morigerada de este, con la esperanza de poder guiar de manera autónoma su decurso (Freud, 1926, p. 156).
Se observa que la diferencia entre situaciones traumáticas externas por ausencia efectiva del objeto, incremento de estímulos externos, etc., y las internas por aumento de las tensiones de necesidad o de las tensiones pulsionales tiende a esfumarse ya que, cualquiera que sea su origen, la situación traumática desemboca en una “inundación” del Yo, que se vuelve incapaz de administrar una situación traumática que viene a reactivar su estado primitivo de “desvalimiento”.
Dentro de la articulación situación traumática—“desvalimiento”—angustia automática—angustia señal, la vigencia del aspecto económico disminuye al escalón inmediatamente ulterior, hasta casi esfumarse, o volverse muy metamórfica, cuando llegamos al nivel de las tensiones interestructurales (miedo a perder el amor del Superyó, por ejemplo).
La introducción por Freud de la hipótesis de la pulsión de muerte no podía dejar de tener una influencia sobre todo el edificio teórico del psicoanálisis, ya que trata del fundamento mismo del conflicto psíquico. Sin embargo, creemos que Inhibición, síntoma y angustia nos ofrece en apariencia pocas referencias a esta hipótesis, y que en particular Freud no se preocupa mucho de articular la hipótesis de la pulsión de muerte y la teoría del trauma. Pero pensamos que la articulación del trauma y de la pulsión de muerte queda subyacente en esta obra y aparece de vez en cuando. Testimonio de ello es esta nota:
Acaso ocurra bastante a menudo que en una situación de peligro apreciada correctamente como tal se agregue a la angustia realista una porción de angustia pulsional.
La exigencia pulsional ante cuya satisfacción el yo retrocede aterrado sería entonces la masoquista, la pulsión de destrucción vuelta hacia la persona propia. Quizás este añadido explique el caso en que la reacción de angustia resulta desmedida e inadecuada al fin (Freud, 1926, p. 157n).
Tampoco podemos olvidar que los sueños característicos de las neurosis traumáticas ofrecen a Freud el ejemplo más evidente de fenómenos psíquicos que no obedecen al principio de placer sino a una compulsión repetitiva que se desarrolla en forma independiente de este principio, y que el trauma, desde su primera formulación, se manifiesta en forma esencialmente repetitiva (los ataques histéricos). Es inherente a todas las situaciones traumáticas, en mayor o menor grado, el tender a repetirse en forma independiente del placer que puede proporcionar esta repetición. Son precisamente algunas de estas repeticiones las que llevaron a Freud a buscar en la pulsión de muerte el fundamento último del conflicto psíquico. Además de la repetición onírica del trauma en las neurosis traumáticas, el juego de los niños, las neurosis de destino, las neurosis de fracaso (“los que fracasan ante el éxito”) y, sobre todo, las repeticiones transferenciales de los “clichés” pretéritos en la situación analítica, con especial énfasis sobre la repetición de los aspectos traumáticos de los complejos de Edipo y castración, constituyen otras tantas manifestaciones de la pulsión de muerte. Quizá la mayor evidencia en favor de los conceptos freudianos de masoquismo primario y de pulsión de muerte es la reacción terapéutica negativa, que apunta al fracaso del tratamiento analítico, sea por sentimientos de culpa inconscientes, sea como manifestación de este remanente de pulsión de muerte que no puede ser ni desviado hacia el exterior, ni integrado dentro del Superyó, ni ligado por la libido, y que continúa llevando dentro del individuo una existencia “muda”.
En buena lógica, no podemos concebir la existencia de ninguna situación traumática sin la participación de esta pulsión. Si, como Freud, admitimos que la función de la libido es la de ligar [Bändigung] la pulsión de muerte, tendremos que admitir que la situación traumática, al alterar el equilibrio dinámico de las pulsiones, contribuye a desligar lo que ha ligado la libido, y que esto libera un cierto monto de pulsión de muerte. Casi nunca, sostiene Freud, tenemos que tratar con mociones pulsionales puras, sino con mezclas de ambas pulsiones en diversas proporciones. El trauma incide sobre estas mezclas provocando una “Entmischung” o desmezcla, que viene a activar la compulsión a la repetición, por una parte, y, por la otra, exige nuevas investiduras libidinales y nuevas medidas defensivas del Yo (inhibiciones, evitaciones, fobias, etcétera).
Los efectos del trauma son de índole doble, positivos y negativos. Los primeros son unos empeños por devolver al trauma su vigencia, vale decir, recordar la vivencia olvidada o, todavía mejor, hacerla real-objetiva (real), vivenciar de nuevo una repetición de ella: toda vez que se tratara solo de un vínculo afectivo temprano, hacerlo revivir dentro de un vínculo análogo con otra persona. Resumimos tales empeños como fijación al trauma y como compulsión de repetición.
En cuanto a los efectos negativos del trauma, persiguen una finalidad directamente opuesta: que nada del trauma sea recordado ni repetido.
Las reacciones negativas persiguen la meta contrapuesta: que no se recuerde ni se repita nada de los traumas olvidados. Podemos resumirlas como reacciones de defensa. Su expresión principal son las llamadas evitaciones, que pueden acrecentarse hasta ser inhibiciones y fobias. También estas reacciones negativas prestan las más intensas contribuciones a la acuñación del carácter; en el fondo, ellas son también, lo mismo que sus oponentes, fijaciones al trauma, solo que unas fijaciones de tendencia contrapuesta. Los síntomas de la neurosis en el sentido estricto son formaciones de compromiso en las que se dan cita las dos clases de aspiraciones que parten del trauma, de suerte que en el síntoma halla expresión prevaleciente ora la participación de una de esas direcciones, ora la de otra (Freud, 1939).
En la medida en que la constitución del trauma se produce en dos tiempos, el segundo movimiento se opera en sentido regresivo, dando por una parte un significado traumático a una situación que no era tal sino potencialmente, y, por otra parte, inaugurando un movimiento de la libido que tiende a abandonar sus posiciones más adelantadas y a regresar a etapas anteriores. Es así como se produce otra desmezcla: se segregan los elementos eróticos que habían ligado los elementos destructivos característicos de las fases sádicas, y estos últimos, al reactivarse, imponen al sujeto nuevos esfuerzos defensivos.
Las condiciones en las cuales las dos pulsiones fundamentales se conjugan entre sí, o en las cuales estas mezclas se alteran o se rompen, presentan a la investigación “la tarea más lucrativa” que se puede realizar, según Freud. Llega a admitir, en los casos en que esta ligadura no se puede producir, la existencia de una “inclinación al conflicto”: “Y semejante inclinación al conflicto, que aparece de manera independiente, difícilmente se pueda reducir a otra cosa que a la injerencia de un fragmento de agresión libre” (Freud, 1937).
La “roca” y la arqueología del trauma
Es bien conocido que Freud nunca renunció a buscar en los hechos de la realidad el fundamento de las situaciones traumáticas, fundamento solo atribuible a la realidad psíquica cuando se agotan todas las posibilidades de encontrarlo en los acontecimientos reales. Los esfuerzos que hizo por corroborar por el recuerdo la escena primaria, presenciada por el “Hombre de los Lobos” (Freud, 1918) y deducida por él, testimonian esta preocupación. El trauma psíquico infantil, con todo, no tiene la misma universalidad en los acontecimientos de las historias de los individuos que en su fantasmática: no todos han percibido la escena primaria entre sus padres, no todos han sido amenazados con la castración o la locura al ser sorprendidos en sus actividades masturbatorias.
Esta universalidad de ciertas fantasías potencialmente patógenas requiere por lo tanto otro fundamento, que Freud busca en la herencia arcaica de traumas ancestrales vividos en épocas pasadas por la humanidad. En las series complementarias que intervienen en la constitución de las situaciones traumáticas, el trauma de origen externo se ubica pues en dos eslabones de la cadena, al principio de ella con los traumas ancestrales, y en el medio, con los traumas (sobre todo sexuales) de la vida infantil del individuo. La trascendencia de ciertas imagos en relación con los hechos de la historia individual se impone a la observación en cada análisis y exige un fundamento distinto. Freud lo busca en ciertas huellas mnémicas transmitidas como tales a través de generaciones sucesivas, de una manera semejante a la transmisión de los instintos en los animales. Lo mismo que una gallina se espanta al percibir la Gestalt de un ave predadora de la cual nunca ha tenido la menor experiencia, lo mismo cualquier persona en análisis produce representaciones de un tremendo padre primitivo, tal como lo podemos ver en el mito de Urano o de Cronos, o bien en los ogros de los cuentos infantiles. Frente a esta evidencia de la experiencia analítica, no podemos sino dar la razón a Freud y descartar las objeciones que se hicieron a la idea de herencia arcaica de los traumas.
Objeción sociológica primero: es cierto que el totemismo no es un fenómeno universal ni muy primitivo, y que, por consiguiente, el asesinato del padre por la coalición de los hijos varones dista de tener universalidad como acontecimiento concreto. Su universalidad es del orden del mito, y, como tal, generadora de infinidades de acontecimientos concretos que lo realimentan a su vez: no se sabe a ciencia cierta si, como lo deduce Freud, los judíos asesinaron a Moisés, pero sí se sabe que los franceses guillotinaron a Luis XVI.
También el concepto de huella mnémica utilizado por Freud suscita objeciones de orden psicológico. Aun desligado de la teoría primitiva del engrama, desmentida por el progreso de la neurología, este concepto dista mucho de presentarse con claridad. Pero aquí también la evidencia clínica se impone. Los efectos traumáticos del “Holocausto” de la Segunda Guerra Mundial se observan en los hijos y los nietos de los que sobrevivieron.
Freud no desconoce —y esta es una objeción de índole biológica— que todos los experimentos intentados para demostrar la teoría lamarckiana de los caracteres adquiridos han fracasado, pero nota que no se trata de lo mismo en ambos casos: en la teoría lamarckiana, los caracteres adquiridos son inasibles, mientras que, en el caso de la herencia arcaica, se trata de huellas mnémicas (o marcas dejadas por el pasado) en cierta forma asibles.
No podemos, piensa Freud, y aunque sea temerario, abandonar la idea de una herencia arcaica involucrando tanto el simbolismo como el conjunto de “Urphantasien” que reflejan el pasado de la humanidad y se han vuelto constitucionales de la mente hasta el punto de constituir, según la feliz expresión de Daniel Lagache, “una fantasmática trascendental”.
Que las fantasías universales, previas a toda experiencia individual, provengan de acontecimientos traumáticos de la prehistoria de la humanidad no constituye el punto extremo de las hipótesis de Freud sobre la incidencia del trauma psíquico. Las formas mismas de la emoción (de los “afectos”) son plasmadas por traumas filogenéticos:
Los estados afectivos están incorporados [einverleiben] en la vida anímica como unas sedimentaciones de antiquísimas vivencias traumáticas y, en situaciones parecidas, despiertan como unos símbolos mnémicos. Opino que no andaría descaminado equiparándolos a los ataques histéricos, adquiridos tardía e individualmente, y considerándolos sus arquetipos normales (Freud, 1926).
El ejemplo más conspicuo sería la relación entre el afecto de angustia y el trauma de nacimiento.
La teoría de las catástrofes: Freud y Ferenczi
La universalidad de los símbolos y la existencia de una fantasmática supraindividual nos obligan a buscar el origen de los traumas más allá de la historia del sujeto. Tenemos que ir aún más lejos si nuestro sistema preformado de expresión emocional, las “estructuras afectivas” mencionadas por Freud, supone la inscripción en el organismo de algo semejante a “ataques histéricos”, es decir, marcas de los traumas filogenéticos escalonados en la evolución de los seres vivos. Pasamos así de los traumas de la historia individual a los traumas históricos y prehistóricos de la humanidad, y a una teoría del trauma generalizado encontrable en muchos textos de Freud, cuando aplica el método analítico a especulaciones metabiológicas, y sistematizada por Ferenczi en su teoría de las catástrofes (Ferenczi, 1966).
Podemos ahora contestar las preguntas que hemos formulado acerca del concepto de trauma psíquico en Freud, tal como lo usa en Análisis terminable e interminable. Con toda claridad, se trata del concepto de trauma ampliado tal como lo encontramos en Inhibición, síntoma y angustia, es decir, de una situación traumática siempre compleja, que pone en juego tanto el mundo interno como el mundo externo, que activa toda una fantasmática, tanto en sus aspectos universales como en las formas que ha adoptado en la historia individual, que altera los equilibrios alcanzados en la lucha de la libido con la pulsión de muerte.
Esta teoría, de por sí, no invalida el aspecto económico del trauma, pero nos invita, sí, a situar este aspecto con más precisión, lo que trataremos de hacer formulando el concepto-límite de “trauma puro”.
Trauma, situación traumática y objeto
La teoría del trauma generalizado, tal como Freud la formula en 1926, se impone al pensamiento. El trauma, en términos psicoanalíticos, es siempre una situación traumática infantil, que no pone en juego tan solo al sujeto y una efracción en su barrera anti-estímulos, sino una situación vital (“desvalimiento”), es decir, un mundo de relaciones interhumanas y de “relaciones de objeto”, las que no son necesariamente lo mismo. La ampliación conceptual que parte del “trauma” y desemboca en la “situación traumática” tiene sin embargo su peligro: la posible desvirtuación del concepto de trauma y la equiparación entre “situación traumática” y “situación patógena”.
Pensamos que Anna Freud y otros tenían razón en rehusar la equiparación de “traumático” y “patógeno”, y en conservar para lo traumático una cierta especificidad. ¿Pero cuál?
Parecería a primera vista que el pensamiento de Melanie Klein tiende a restar importancia al concepto de trauma. Esta autora usa relativamente poco el término trauma, salvo en expresiones ya hechas como “trauma de nacimiento” y otras. Sin embargo, sus referencias explícitas e implícitas a Inhibición, síntoma y angustia son muy numerosas, y se podría decir que el concepto freudiano de situación traumática vinculada en su inicio al desamparo infantil y a la relación del bebé con la presencia-ausencia de la madre, así como el carácter desestructurante de la angustia, ocupan un lugar destacado en sus construcciones teóricas. Además se sabe bien que Melanie Klein fue una de las primeras personas discípulas de Freud que dieron cabida al concepto de “instinto” de muerte, tan íntimamente ligado para Freud, después de 1920, al concepto de trauma, si nuestra exégesis es correcta.
Pensamos que con Melanie Klein se opera un cierto deslizamiento del concepto de trauma (lo que explica el relativo abandono del término) hacia el término “situación de ansiedad” que recubre solo en parte el concepto freudiano de situación traumática.
Para Melanie Klein, como ella misma lo refiere (Klein, 1965), el eje tanto de sus construcciones teóricas como de su trabajo clínico fue la situación de angustia, lo que la llevó, en su época de madurez, a formular la teoría de las posiciones esquizo-paranoide y depresiva.
Melanie Klein (1962) las ubica en una perspectiva genética (dentro del primer año de vida, y después, en oscilaciones, a todo lo largo del tiempo). Se trata de situaciones universales y paradigmáticas (pero también muchas situaciones traumáticas para Freud tenían el mismo carácter). También pueden conservar su pleno valor prescindiendo de toda consideración genética: nadie está obligado a confundir psicoanálisis y psicología evolutiva.
Estas “posiciones” se centralizan alrededor de la angustia: en este punto, Melanie Klein hace caso omiso de ciertas distinciones formuladas por Freud en 1926 (angustia, peligro real, dolor por la pérdida, etc.). En ellas se actualizan mezclas y desmezclas de los “instintos”, fantasías inconscientes, procesos defensivos del Yo, estados y actuaciones de los objetos internos, tensiones diversas entre las instancias estructurales, relaciones de objetos internos y externos.
El desarrollo, tanto normal como patológico, se determina por la manera en que el sujeto puede arreglárselas con estas dos situaciones traumáticas universales (o posiciones) y sus modalidades ulteriores en la perspectiva genética. Pero, con toda claridad, lo que constituye el carácter dramático-traumático de las posiciones, directamente presente para Melanie Klein en la angustia que las organiza y las manifiesta, es la lucha contra el “instinto” de muerte.
A distinta concepción de la angustia, distinta concepción del trauma. (Volveremos sobre ello).
Vemos cómo Melanie Klein confirma ciertos aspectos esenciales del pensamiento de Freud y, a la vez, se aparta de él.
Diríamos que el apartamiento es mayor en ciertos autores que focalizan su investigación, no sobre la situación de angustia, sino sobre la relación de objeto, insistiendo en el carácter externo de este. Michael Balint, antes que todos, desarrolló la idea de que el trauma es situacional (retomando así la opinión de Freud), y que, por consiguiente, se presenta como una de las vicisitudes de la relación del objeto.
Balint (1969) recalca que existen dos teorías psicoanalíticas del trauma. La primera enfocada desde el punto de vista económico (exceso de estímulos, ruptura de la barrera anti-estímulos, inundación del Yo por excitaciones excesivas, etc.), y una teoría estructural:
La nueva teoría parte de la suposición de que el trauma, a pesar de su apariencia, no es un acontecimiento externo; es producido por el individuo mismo a título de fantasía. No se puede pretender fácilmente que el individuo no está preparado y que ha sido inundado por un monto excesivo de excitación, porque, después de todo, ha sido él mismo quien ha producido la fantasía. Por otra parte, se puede sostener la existencia de tensiones de mucha intensidad entre las diferentes partes del aparato mental, por ejemplo: el Ello que ha forzado al Yo a fabricar fantasías y el Superyó que manda suprimir este desborde. Espero que podríamos aceptar mi proposición de llamar a esta nueva teoría como esencialmente estructural (p. 430).
Para que haya trauma, según Balint, se necesitan dos personas, por lo menos, en el mundo interno y en el mundo externo.
Esto empieza con la madre. Posiblemente, Balint ha puesto de relieve un concepto situacional de la mayor importancia, el de “misfit” entre la madre y el bebé, llevando al “misunderstanding” entre ambos y a una situación indudablemente traumática (ya, esta vez, no paradigmática, sino particular de esta madre y de este niño). Nadie se opondría a que busquemos en la historia de los padres y de sus familias el origen de este “misfit”. Inclusive podríamos pensar que hay personas que nacen “misfitadas” sin ninguna culpa de nadie.
Pero de todas maneras, el trauma siempre involucra a las personas más cercanas: “La experiencia psicoanalítica muestra invariablemente que existe una cercana e íntima relación entre el niño y la persona que ha infligido el trauma contra él” (Balint, 1969, p. 431). Aun las experiencias muy tempranas que llevan a una alteración del Yo, “en esencia son también traumas y deberían ser consideradas como acontecimiento en una relación objetal, por primitiva que sea” (Balint, 1969, p. 433). Balint sostiene que en muchos casos y además de la falta general de “fit”, el individuo en el estado de debilidad e inmadurez de la infancia no puede encontrar ayuda en los adultos que lo rodean para enfrentar situaciones traumáticas, y, en su desesperación, tiene que recurrir a cualquier medio, sea propio, sea proporcionado por algún adulto, para salir del apuro. Este medio se incorpora a la estructura misma de su Yo, perturba su desarrollo y constituye la “falta básica” que sirve de modelo inicial para resolver todo tipo de situación traumática ulterior, por inadecuado e ineficiente que se revele.
La “basic fault” constituye así un punto de fijación que será necesario resolver para permitir al sujeto el descubrimiento de nuevas formas de enfrentar sus dificultades y de alcanzar el “genital love”.
En una línea oriunda en el pensamiento de Balint, Masud Khan ha formulado su teoría del “traumatismo acumulativo”, la que, además de su indudable valor clínico, nos parece particularmente ilustrativa de un cierto tipo de evolución del concepto de trauma en el pensamiento psicoanalítico.
El punto de partida de Masud Khan es que: “La importancia nueva atribuida a la relación lactante-madre ha modificado enteramente nuestro marco de referencia relativo a la naturaleza y al papel del traumatismo” (Khan, 1963).
El “traumatismo acumulativo” resulta de las tensiones y de los “stresses” que el niño experimenta en el contexto de la dependencia de su Yo con respecto a su madre, que es a la vez barrera protectora y Yo auxiliar (Khan, 1963, p. 72). Las brechas en esta función de barrera antiestímulos ejercida por la madre actúan en una forma silenciosa e imperceptible, a todo lo largo del proceso de desarrollo. No son observables ni ubicables como traumas en los momentos en los cuales se producen, y “no adquieren el valor de traumatismo sino por acumulación y en forma retrospectiva”. Estos conceptos de Masud Khan se fundamentan en parte sobre ideas de Winnicott, sobre todo la idea del desmoronamiento o de la deficiencia de la madre en su función de dosificar y regular los estímulos externos e internos, llegando a una situación de “invasión” [impingement] que tiene un efecto disruptivo sobre la organización e integración del Yo.
Lo más llamativo en la concepción de Masud Khan es el traslado del concepto de barrera anti-estímulos, que originariamente es un concepto económico impregnado de connotaciones biológicas, a un campo relacional, ya que la barrera protectora se encuentra ubicada fuera del organismo o individuo considerado.
Era natural que la riqueza de Inhibición, síntoma y angustia diera lugar, después de Freud, a un desarrollo de líneas de investigaciones divergentes.
¿Será posible llegar, en este momento, a una formulación sintética que dé cuenta de estos múltiples aspectos? Es lo que intenta Leo Rangell (Rangell, 1967).
Estamos de acuerdo con este autor cuando sostiene que el concepto de trauma es complejo y que el trauma siempre se presenta como una secuencia. Nos parece imprescindible diferenciar, como lo hace Rangell, los elementos que integran la secuencia que llamamos “trauma”: 1] el acontecimiento traumático, que no se vuelve tal (o puede permanecer inocuo) si no ocurren los demás elementos de la secuencia; 2] el proceso traumático intrapsíquico, que nos parece plantear un problema sobre el cual volveremos en seguida; 3] el efecto o resultado traumático, es decir, un estado de “desvalimiento” psíquico de suficiente magnitud; 4] el afecto penoso y displacentero (nos sentiríamos tentados de decir: la angustia) que acompaña y sigue la secuencia traumática.
En cuanto al momento 2] de la secuencia traumática, nos parece necesario notar que la definición de Rangell incluye simultáneamente dos teorías que podrían parecer o alternativas o complementarias:
La dinámica de los procesos traumáticos intrapsíquicos que desemboca en la ruptura parcial o total de la barrera del yo o de su capacidad defensiva contra los estímulos son una correspondiente y subsecuente habilidad del yo para reparar el daño en el tiempo necesario para mantener su dominio y un estado de seguridad (Rangell, 1967, p. 80).
Nos parece que, en este punto, Rangell tiende a equiparar el concepto económico de “barrera anti-estímulos” con el concepto estructural de “capacidades defensivas del Yo” —o, por lo menos, considera que ambas cosas están en continuidad la una con la otra—. No pensamos de ningún modo que este problema haya escapado a la perspicacia de Rangell, sino que él fue sensible a la necesidad teórica de mantener, aunque fuera en forma límite, un cierto anclaje del concepto de trauma en la ruptura económica de un sistema. Asimismo, su concepto de “vulnerabilidad a los traumas” nos parece un índice clínico muy valioso en la diferenciación de lo propiamente traumático de lo sencillamente patógeno.
Referir el trauma al objeto —para los autores citados no hay situación traumática sin objeto, por definición—, trátese de objetos internos, como en Melanie Klein, o de objetos externos, como en Balint, Winnicott, Masud Khan, amplía nuestra comprensión del rol patogénico del trauma —pero inversamente tiende a desdibujar nuestro concepto de trauma—. La síntesis de Rangell nos invita a conservar su especificidad al concepto: más allá de las vicisitudes de la relación objetal, tendremos que mantener un concepto límite del trauma económico en su pureza. En esta perspectiva, el objeto angustiante, por su ausencia, su presencia interna o externa, su hiper-presencia, siempre se nos presenta subjetivamente como posibilidad de adscribir el trauma a alguien que no hizo lo que había que hacer, o hizo lo que no había que hacer. Demos las gracias a los objetos en su función primitivísima de preservarnos del trauma puro.
Angustia y trauma: el “trauma puro”
Todos los estudios que han tratado de ubicar el trauma dentro del marco de la relación de objeto han contribuido a ensanchar nuestro conocimiento de una cantidad de situaciones traumáticas, pero tienen en común la tendencia a borrar la especificidad de la situación traumática, equiparándola a toda clase de situación patógena. Así corren el riesgo de perder la relación entre la situación traumática y la angustia, tan frecuentemente subrayada por Freud en Inhibición, síntoma y angustia. La angustia es, en nuestra opinión, la piedra de toque que nos permite diferenciar lo traumático de una mera situación patógena.
Freud postulaba la existencia de dos clases muy distintas de angustia: la angustia automática, que se caracteriza por la inundación del aparato psíquico por magnitudes de excitación inmanejables y provoca un estado de desorganización psíquica, y la angustia señal, manejada por el Yo con la finalidad de impedir la irrupción de la primera y de edificar síntomas defensivos más o menos adecuados en los cuales la angustia tiene su lugar, pero limitada, domesticada, integrada a la vida del sujeto.
La teoría de la angustia de Melanie Klein, con sus dos variedades fundamentales, la angustia paranoide y la angustia depresiva —a las cuales tenemos que agregar las angustias confusionales y las angustias de desintegración—, hace de la angustia una de las vicisitudes de la relación de objeto. Pero, dentro de la orientación kleiniana, algunos autores sienten la necesidad de admitir la existencia de una angustia más allá del objeto (angustia “sin nombre”, por ejemplo). Las formas de angustia que describe Melanie Klein ya tienen una historia, aun la más rudimentaria, de clivage, proyección, defensa, etc., alrededor de la primera relación objetal con la madre y el pecho. En este sentido, el universo de Melanie Klein puede considerarse “optimista” ya que, al final, es preferible tener un perseguidor relativamente ubicado, contra el cual el sujeto puede tomar medidas protectoras, que estar entregado a peligros no ubicables, no nombrables, de los cuales uno ni sabe en qué consisten.
Todas las formas psicopatológicas, así como las técnicas de control “normales”, tienen como finalidad común evitar que se presente esta forma extrema de angustia, tan primitiva que solo la podemos describir en términos económicos: ruptura de barrera, inundación por magnitudes inmanejables, desamparo total. A esta forma de angustia “automática” podríamos caracterizarla como el trauma inicial, el trauma puro, sin sentido, totalmente disruptivo. Lo primero que tratan de hacer nuestros analizados es establecer un sistema de nombres destinado a contener, regular, ubicar este peligro indecible: “Tengo miedo a las ratas”, “Me asustan los exámenes”, “Me inquieta el funcionamiento de mi corazón”, “Paso el día lavándome las manos”, etcétera.
El trabajo analítico, como primera tarea, apunta a deshacer los nombres que sirven demasiado mal a defender al sujeto contra el surgimiento del trauma puro, a cuestionar las historias que lo justifican en forma pobre. Se trata de domesticar al trauma. En la medida de lo posible, evitar, prevenir, encauzar lo que se podría presentar como un trauma puro. La solución más a mano, para el hombre civilizado, es darle nombre, tratar de ubicarlo en un marco conceptual (o de palabras) que de algún modo le confiera límites. Exigimos más del trauma, tal como lo conocemos como simples seres humanos, que este nombramiento limitador. Exigimos “alguna explicación”. Aquí se produce el psicoanálisis, como intento científico de dar forma conceptual y verbal a lo que se manifestaba como inasimilable, incomprensible, pero grávido de efectos patológicos.
Exigimos que este trauma no sea “puro” —puramente económico— sino un trauma inserto en una historia humana, por absurda que sea, pero historia al fin. Desde este ángulo —no pretendemos que sea el único posible, ni que sea el único que usamos—, el proceso analítico implica necesariamente la historización. El acontecimiento bruto (accidente, masacre, guerra, Holocausto), en sus efectos sobre el individuo que es nuestro paciente, no puede tener sentido si queda fortuito y ajeno. Frente a este azar, el individuo reacciona con la repetición pura (la compulsión repetitiva) y el proceso analítico le permite pasar de la repetición a la historización (Lacan, 1973).
El psicoanálisis se instaura en contra del trauma puro. Esto no quiere decir que la historización sea un proceso arbitrario. No podemos, como analistas, proponer a nadie una historia que no sea la suya. Si, en algún punto, tratamos de sustituir a lo “auténtico” (es decir, a lo rememorado más allá de los recuerdos encubridores, a lo reconstituido en el trabajo analítico más allá de lo que el sujeto pueda recordar) con alguna harina de nuestro propio costal que no fuera adoptada por el analizado con total convencimiento, estamos cerrando el proceso e invitando al sujeto a sustituir una convicción delirante (“Mi corazón puede fallar en cualquier momento”) por una historia insuficiente (“Las actividades masturbatorias-incestuosas provocan en el corazón un daño duradero, decía papá”).
No podemos funcionar con el concepto de una historia definitiva. Todos sabemos que los analizados vienen con una historia (a veces extraordinariamente pobre) y “terminan” con una historia distinta, mucho más rica, con figuras mucho más matizadas, momentos de felicidad e infelicidad, padres “buenos” y “malos”, según momentos y situaciones. La historia en la cual quedamos no la podemos considerar nunca como un término absoluto, la “verdad” sustituida a la mentira. Este sin fin del proceso de historización es el que, al final, hace el análisis “interminable”. Inclusive podemos pensar que analistas provistos de conceptos más sofisticados podrían (decenios después de nuestra muerte y disponiendo de documentos pertinentes) revelarnos la antepenúltima palabra de nuestra historia.
Podríamos imaginar que el sujeto del “trauma puro” es un sujeto sin historia. Hay quienes nos pueden enseñar algo sobre esto. Son los sujetos que tienen historia, una historia peculiar, con un gran agujero. Son los que padecen “neurosis actuales”. Otros, al parecer, carecen en absoluto de historia, y su vida ha transcurrido sin tropiezos ni acontecimientos notables, ni en su anamnesis, ni en el recuerdo de las personas que los cuidaron-descuidaron en su infancia y en su niñez: se trata de muchos casos de esquizofrenia.
El concepto de “neurosis actual”, al cual Freud quedó aferrado hasta el final de su obra, cuando había dejado atrás hace tiempo el primer concepto de “estasis libidinal”, podría aparecer, después de 1926, como un remanente arqueológico dentro del edificio teórico del psicoanálisis. Inclusive, alguno de nosotros pudo pensarlo así. Sin embargo, a la luz del examen del concepto de trauma, el “aferramiento” de Freud parece más sabio: la neurosis actual tiene algo en común con el trauma puro: el carecer de sentido. Si se trata de una psiconeurosis, podremos actuar como analistas, tenemos cosas que descubrir, represiones que levantar, recuerdos que sacar del olvido. Pero hay un límite: el sinsentido de una fuerza pura que no se ejerce. Freud, sin duda, tiene razón en declarar que, al final, toda neurosis es una neurosis traumática. Desarrollando esta afirmación: las psiconeurosis son traumas con historia. Las neurosis actuales son traumas que no han sido historizados, o para mayor precisión: huecos no historizados, ni fácilmente historizables, en sujetos que, por otra parte, disponen de una historia individual bastante consistente. Lo “actual” de la neurosis no es de índole biológica, sino el muro impenetrable que se opone en el sujeto a la historización de algunos sectores de su existencia. Se trata de lo que, en él, puede quedar, presente e inasimilable, del trauma puro.
Las historias que se nos presentan, al comienzo de un tratamiento analítico, pueden ser frondosas en acontecimientos “traumáticos”, o muy pobres. Muchas veces esta pobreza no hace sino revelar la falla en el proceso de historización, es decir, de construcción de los acontecimientos traumáticos. En este caso, nos encontramos frente a pacientes más cercanos al “trauma puro”, sin historia, y nos espera un trabajo más arduo y azaroso de restitución de la temporalidad.
Trauma y pulsión de muerte
A partir de Más allá del principio de placer, se plantea la articulación del concepto de trauma con el de pulsión de muerte. Pensamos que el problema del trauma se sitúa en tres ejes: la pulsión de muerte, la etiología y el a posteriori; la repetición y la temporalidad. Desde la pulsión de muerte, se lo puede describir como una invasión tanática; desde el a posteriori del proceso analítico, nos aparece como una construcción; desde la repetición y la temporalidad, lo vemos como un intento de superación de la primera y apertura de la segunda.
Así tendremos traumas desorganizantes, invasores y paralizantes y, en el otro extremo de la escala, traumas construidos en una historización temporal abierta. En el medio, tendremos intentos más o menos fallidos de ligar por la repetición la invasión tanática. Ya sabemos que Freud llegó a formular la hipótesis de la pulsión de muerte en particular a partir de los fenómenos repetitivos, lo que se comprende por la proximidad de estos fenómenos y de esta pulsión. Pero la repetición en sí no es la pulsión de muerte sino el primer intento para dominarla.
Tanto la accidentología psicoanalítica como el estudio de la traumatofilia —en particular en su forma de compulsión sexual— evidencian la predominancia de la repetición como el intento más elemental de ligar la pulsión de muerte e impedir que llegue el aniquilamiento.
El estudio psicoanalítico del “accidentarse” realizado por Julio Granel acerca de los procesos subjetivos e inconscientes que anteceden, acompañan y siguen el accidente, muestra que, en muchos casos, la situación que precede el accidentarse se caracteriza por un estado de tensión interna insoportable que no puede elaborarse en forma de representación. El drama potencial e insoluble del mundo interno es reemplazado por un drama real (accidente), por lo menos localizable. El accidentarse es un intento de “dar forma a lo informable”. Por ello muchas veces resulta paradójicamente en un alivio momentáneo para el accidentado. Sin duda, podemos admitir que la propensión a sufrir accidentes obedece a un intento de ligar la pulsión de muerte. La búsqueda activa de traumas sexuales, estudiada por Phyllis Greenacre (1953) en varios trabajos, particularmente en niñas prepúberes, aunque la autora no la relacione con la pulsión de muerte, nos podría llevar a consideraciones semejantes: la búsqueda del trauma externo se sitúa en el final de una serie traumática cuyos primeros eslabones deben ser reconstruidos si se quiere remediar la compulsión a repetirlos activamente. Si se acepta la hipótesis de pulsión de muerte, se entenderá que la traumatofilia sexual puede ser destinada a expulsar y ligar excesos de tensión tanática intolerable.
Las series traumáticas que contiene a menudo el relato inicial de los analizados —y las primeras histéricas de Freud presentan un buen ejemplo de ello— constituyen un primer intento de historización, mezcla de acontecimientos reales y de acontecimientos míticos, pero básicamente una historización falsa, no tanto por sus elementos fantasiosos, sino por el encierro que produce en una temporalidad circular. Se trata de algo como una “historia tartamuda”. Al contrario, la historización analítica, que opera en un movimiento retroactivo, tiende a sustituir esta historia falsa por una historia más verdadera al mismo tiempo que a reabrir la temporalidad con sus dimensiones de futuro, presente y pasado interactuando dialécticamente.
Así los traumas del relato inicial sirven de punto de partida a una nueva serie traumática, no solo porque se descubren, o mejor dicho, se construyen nuevos traumas, sino porque los traumas que corresponden efectivamente a acontecimientos reales cambian de significado y de ubicación recíproca. Lo que diferencia la traumatofilia repetitiva y la historización analítica es un cambio en el concepto y en la vivencia de la temporalidad. A mitad de camino entre el recuerdo de un acontecimiento traumático y el trauma construido en el proceso analítico, encontramos un intento de asimilación y superación del trauma, que falla en gran parte en su propósito de ligadura, y que llamamos recuerdo encubridor.
El recuerdo encubridor, tal como surge en el proceso analítico, se revela como un eslabón dentro de una historización en el curso de la cual se van constituyendo los traumas. Un analizado relata lo siguiente: Se ve a los cinco años en un corredor atrás del consultorio de su madre, observando que esta se abraza con un hombre, y se “tranquiliza” al comprobar que este último es su padre. Este recuerdo inocente, que alude claramente a la escena primaria traumática, permite el surgimiento de todo un aspecto de la historia del paciente: su observación subrepticia de las revisaciones que se realizaban en el consultorio, las infidelidades de la madre y las peleas familiares subsiguientes, la importancia del elemento visual en la sexualidad infantil y adulta del paciente, y, en general, el silencio que reinó sobre toda su historia infantil hasta la elucidación del recuerdo encubridor. El recuerdo revela y encubre una serie de situaciones traumáticas, empezando por la observación del coito de los padres y terminando por el descubrimiento de la infidelidad de la madre.
Un “trauma” psíquico comienza a tener existencia en un psicoanálisis cuando se reconoce como tal, sea de parte del analizado, sea de parte del analista. Adquiere su estatuto pleno cuando ambos caen en la cuenta de que esto, antes no nombrado, no fechado, no explicitado, tuvo un papel etiológico determinante en una serie de acontecimientos y de trastornos ulteriores. La teoría freudiana del trauma “en dos tiempos” permanece nodular en nuestro concepto del trauma, tanto en la exposición de un caso como en la reconstrucción de este que operamos con el analizado. El trauma es inseparable del proceso de historización. Si pensamos en Repetir, recordar, elaborar, fórmula sintética que dio Freud de lo que puede pasar en un proceso analítico, entendemos que solo la repetición transferencia, si logramos superarla, puede llevar al recuerdo (o reconstrucción, como en “El Hombre de los Lobos”) de lo traumático, y a su eventual elaboración.
Todo el análisis es un proceso “Nachträglich” que tropieza con restos inasimilables. Estos restos constituyen los límites que Freud asigna al proceso analítico como terapéutica en Análisis terminable e interminable.
Lo que hemos comentado de los recuerdos encubridores, de la traumatofilia sexual, de la accidentofilia, etc., nos puede orientar hacia la articulación de la “nachträglichkeit” específica del procedimiento analítico con estos restos inasimilables. El análisis se podría definir como historización (“nachträglichkeit”) versus pulsión de muerte. La “nachträglichkeit” es el intento de constituir el trauma como tal dentro de una historización nueva, es decir, hacerlo comprensible. En los dos tiempos del trauma, el primer tiempo permanece latente hasta que el segundo tiempo lo ligue y lo haga aparecer como trauma.
El primer tiempo del trauma (lo pre-traumático, podríamos decir) recibe su valor etiológico a partir del segundo, de su reactivación por un acontecimiento, a lo mejor trivial, pero fechable y nombrable, y por la historización analítica que vincula ambos tiempos. El primer tiempo del trauma permanece mudo hasta que “nachträglich” se le permita hablar y constituirse en trauma. El tiempo mudo “pre-traumático” del trauma es tan inasimilable, irrepresentable, in-nombrable, como la misma pulsión de muerte.
Los efectos patógenos de la situación traumática, es decir, los síntomas que engendra, no son otra cosa que intentos fallidos de ligar, haciéndola hablar, la parte de la pulsión de muerte que no ha podido —ni podrá jamás— transformarse en un discurso coherente. El intento de ligar la pulsión de muerte cercándola a posteriori dentro de la construcción de un trauma psíquico infantil no tiene nunca un éxito total; siempre lo esencial de la pulsión de muerte escapa a la construcción traumática. La medida del éxito de esta construcción viene así a confirmar la idea de Freud en Análisis terminable e interminable, según la cual la proporción del elemento traumático, si es relativamente mayor, determina un pronóstico más favorable para el tratamiento psicoanalítico.
El progreso de la teoría y de la técnica analíticas debe ubicarse en la frontera del psicoanálisis, en las dificultades que pueden parecer insuperables para llevar más adelante el proceso psicoanalítico (resistencias empecinadas, impasse, reacción terapéutica negativa, etc.). Esta frontera no está delineada con precisión, consiste en una amplia “tierra de nadie”, abierta tanto a progresos eventuales del análisis como a fracasos catastróficos. Se trata de una zona de riesgo, donde reina lo “Unheimlich”, donde los peligros no tienen nombre, donde el analista no puede avanzar sin angustia acerca de su propia acción. Podríamos decir: la zona del trauma no-nato (ni para el analista, ni para su analizado). Al llegar a esta zona, el analista puede sentirse tentado, sea a detenerse en su progreso y a favorecer la transformación del proceso en un movimiento circular repetitivo (eternización del análisis), sea a evitar la zona de peligro por un apresurado recurso a otras técnicas terapéuticas de diversa índole.
La primera solución equivale, renunciando al proceso historizador de constitución del trauma, a usar una forma más burda de ligar el peligro por la repetición. La segunda resuelve el problema por la huida.
Lo que hemos mencionado como la “teoría de las catástrofes” de Freud-Ferenczi pone de manifiesto una vocación intrínseca del psicoanálisis hacia la teoría del trauma. El destino dilacerado de la humanidad, tanto en lo individual como en lo colectivo, exige la historización de los traumas en el afán de hacer retroceder lo innombrable siempre presente.
El mito del pecado original, tan absurdo e inasimilable en una “Weltanschauung” racionalista, no hace sino poner de manifiesto esta verdad: nacemos sexuados y mortales. Nuestra historia traumática nos ayuda a pormenorizar esta condición común y a ordenar en una forma que tenga algún sentido los “pecados” cometidos —por otros contra nosotros, por nosotros contra los demás.
¹ Trabajo publicado en la Revista de Psicoanálisis. Vol. XLIV, N.° 4, 1987, pp. 745-774.
Descriptores: TRAUMA PURO / OBJETO / PUNTO DE VISTA ECONÓMICO / FANTASÍA / SERIES COMPLEMENTARIAS / PULSIÓN DE MUERTE / RESIGNIFICACIÓN / CONSTRUCCIÓN
Abstract
The infantile psychic trauma from us to Freud
Pure trauma, retroactivity and reconstruction
In Freud’s work, the concept of infantile psychic trauma acquired an ever increasing complexity. In the author’s view, this is due to a conception of temporality in retroaction [“Nachträglich”], precisely the one used in the analytic process of reconstructing and historizing from the present to the past. We are thus led to differentiate the extreme form of the “puré” trauma, impossible to assimilate, almost pure death instinct, from the retroactively historized forms, re-inserted into the continuity of a vital becoming we “invent” in the analytic work.
Keywords: PURE TRAUMA / OBJECT / ECONOMIC VIEWPOINT / PHANTASY / COMPLEMENTARY SERIES / DEATH DRIVE / RESIGNIFICATION / CONSTRUCTION
Resumo
O trauma psíquico infantil, de nós a Freud
Trauma puro, retroatividade e reconstrução
Na obra de Freud, o conceito de trauma psíquico infantil sofre uma evolução no sentido de uma complexidade cada vez maior. Os autores defendem que esta ampliação responde a uma concepção da temporalidade em retroação [“Nachträglich”], que é precisamente a que utilizamos no processo analítico de reconstrução e historização do presente ao passado. Somos assim levados a diferenciar entre a forma limite do trauma “puro” inassimilável, quase pura pulsão de morte, e as formas historizadas retroativamente e reintegradas na continuidade de um transcorrer vital que “inventamos” no trabalho analítico.
Palavra-chaves: TRAUMA PURO / OBJETO / PONTO DE VISTA ECONÔMICO / FANTASIA / SÉRIES COMPLEMENTARES / PULSÃO DE MORTE / RESSIGNIFICAÇÃO / CONSTRUÇÃO
Bibliografía
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