El psicoanálisis y la posición tercera: trastornos sociales y catástrofes personales
Sverre Varvin1
Resumen
En este trabajo se argumenta que el psicoanálisis puede representar una posición de terceridad con respecto a los procesos regresivos individuales, grupales y sociales. Se propone un modelo para repensar la traumatización individual y colectiva, en el cual se desarrollan relaciones diádicas, grupales y relativas al discurso cultural vigente que implican una función mediadora del psicoanálisis, potencialmente sanadora en el plano social.
Muchas situaciones actuales se caracterizan por la quiebra del orden y de la estructura, que deja a los individuos expuestos a fuerzas desorganizadoras (máquinas de guerra, trata de personas), con el resultado de que la gente común se deshumaniza masivamente, en especial en lo que atañe a los refugiados. El trabajo se centra en mostrar de qué manera los discursos alienantes sobre el “trauma” y el desdén que manifiestan las sociedades respecto de las personas traumatizadas aumentan los padecimientos y pueden tener graves consecuencias para las generaciones venideras. Se reflexiona sobre el modo en el cual el psicoanálisis puede ofrecer una función mediadora para los procesos regresivos individuales, grupales y sociales. Se conceptualiza una “posición de terceridad” desde la cual podría actuar el psicoanálisis. A esta posición se la estima ineludible en la labor clínica psicoanalítica en la medida en que la simbolización y la reelaboración deben basarse en un discurso cultural común. Se expone un modelo para reconsiderar la traumatización, que incorpora el concepto de una posición de terceridad en las relaciones con un campo más amplio, y concibe las relaciones del sujeto como relaciones diádicas, corporales-afectivas, en relación con el grupo y la familia, y en relación con la cultura y el discurso. Este modelo puede servir de base para comprender cómo se pueden reelaborar las atrocidades de las catástrofes sociales, como la traumatización colectiva, tanto en el plano individual como en el social. Estos procesos se esclarecen en este trabajo con ejemplos clínicos.
Introducción
Vivimos en una época signada por catástrofes inminentes: cambio climático, crisis alimentaria, pandemia, guerras, tensiones políticas entre los países con amenazas de desembocar en un conflicto armado, y con una enorme proporción de la población –que ahora ronda los cien millones de personas (UNHCR, 2022) – desplazada de sus hogares debido a las guerras y a la persecución. Al escribir esto (junio de 2022), la situación se caracterizaba por una gran incertidumbre, en especial por la guerra entre Rusia y Ucrania. Naciones enteras, grandes grupos étnicos y otros subgrupos sufren presiones y sus angustias les causan inestabilidad y regresiones colectivas.
Las angustias colectivas pueden asumir diversas formas básicas (Bion, 1952; Hopper, 2002) y generan teorías conspirativas que entienden que los “otros” (los extraños) amenazan la identidad de grandes grupos humanos (Volkan, 1997). Dichas teorías pueden funcionar como organizadores y como rígidas estructuras de contención de tales angustias, confundiendo la distinción entre temores imaginarios y problemas solubles. La guerra nuclear constituye una amenaza real para la supervivencia de la humanidad.
La crisis de los refugiados de 2015 provocó conflictos generalizados entre el temor y la atención de esas personas; la evaluación realista de lo que era posible y razonable en tales circunstancias se desintegró, y se adoptaron medidas extremas que pusieron en peligro a grandes grupos humanos, cuya consecuencia fueron indisimuladas violaciones del derecho internacional y de las convenciones sobre los derechos humanos (Varvin, 2017; Varvin, 2019). Se asiste a una quiebra del orden y de la estructura social, que deja a mucha gente en manos de fuerzas anárquicas (máquinas de guerra, trata de personas) y deshumaniza en escala masiva a la gente común, sobre todo en los campos de refugiados (Varvin, 2017).
En este trabajo examinaré de qué modo el psicoanálisis puede cumplir una función mediadora respecto de las tendencias regresivas individuales, grupales y sociales; ¿puede el psicoanálisis desarrollar una posición en donde las angustias (ansiedades) puedan ser contenidas, comprendidas y reflexionadas, evitando así actuar sobre las ideaciones vinculadas a las angustias colectivas? ¿Puede el psicoanálisis funcionar razonablemente con dicha postura, la de un tercero respecto de las relaciones dicotómicas y antagónicas que se observan en las regresiones masivas asociadas con la traumatización colectiva? (Bohleber, 2002).
Dentro del psicoanálisis, su papel como tercero mediador en conflictos y déficit intrapsíquicos e interpersonales ha sido bien desarrollado (Green, 2004; Kernberg, 1997; Ogden, 1994; Zweibel, 2004). Freud hizo extensiva esta postura al funcionamiento de los grupos. Amplió esta posición para cubrir los fenómenos sociales y culturales tales como la religión (Freud, 1939), procesos de civilización (Freud, 1930 [1929]) y funcionamiento de los grupos (Freud, 1921). En este trabajo subrayaremos la dimensión social y estructural del primero de ellos, entendida como “[…] un principio lógico que funda diferentes posturas y media entre ellas, una norma que define la conducta en términos de tareas y roles, y un código compartido que les brinda a los sujetos humanos un medio para adoptar una perspectiva común” (Muller, 2007, p. 238). En situaciones calamitosas, el código compartido se derrumba, y restaurar la norma ética que le es inherente constituye un complejo proceso sociopolítico, que también implica trabajar con las dimensiones inconscientes de grandes grupos.
En el psicoanálisis clínico, la reelaboración (working through) puede considerarse un proceso tendiente a establecer una posición de terceridad externa respecto de procesos defensivos detenidos o congelados. Esta posición de “tercero” instiga a la simbolización y la reflexión, y es el núcleo de la labor psicoanalítica (Green, 2004). La reelaboración implica hacer las paces con experiencias difíciles del pasado con el fin de seguir adelante y no quedar atascado en decisiones inconscientes determinadas, verbigracia, por un pasado traumático. Para lograr esto, el pasado penoso debe describirse, reflexionar sobre él y, principalmente, demostrar cómo “opera” en el presente, tendiendo los cimientos para otras posibilidades futuras.
Procesos de reflexión similares han mostrado ser importantes, tanto en el plano grupal como en el social, según lo ilustra la obra de Alexander y Margareth Mitscherlich sobre las dificultades para hacer el duelo en la Alemania de la posguerra (Mitscherlich y Mitscherlich, 1967). No obstante, la reelaboración de las atrocidades del pasado reveló ser en extremo difícil y a menudo se la evitó (v. gr. en América Latina, China y la antigua Yugoslavia).
Examinaré las posibles formas en que pueden utilizarse las ideas psicoanalíticas en el plano social, tanto en los procesos de simbolización como en la solución de las dificultades pasadas y presentes de grupos y naciones, evitando la regresión a premisas básicas y a soluciones fantaseadas. Me centraré en la forma en que las calamidades afectan la mentalidad de la gente común y sus formaciones grupales. Estas transgresiones afectan el núcleo de la existencia humana y pueden disociar las estructuras internas de seguridad, las relaciones íntimas, el funcionamiento de familias y grupos –en definitiva, la estructura social–, y, como regla, la función de la cultura como dadora de sentido.
Algunos de estos aspectos están presentes en el siguiente ejemplo.
Un hombre de mediana edad, exhabitante de una república soviética, me dice en su primera sesión, que tuvo lugar luego de la invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero de 2021: “Es todo lo mismo. Así hicieron en mi país. Todo fue destruido, mataron gente, incluso en los corredores de evacuación ‘seguros’”. Volvía una y otra vez a esa penosa experiencia, relatada en forma fragmentaria. Lo soldados rusos ocuparon su casa; uno de ellos le apuntó con un arma en la cabeza mientras golpeaban y humillaban al padre y violaban a la madre. Lo peor vino después, cuando vio a su padre llorando amargamente. Desde entonces, la “caída” del padre y la conciencia que tenía el paciente de que no había hecho nada para protegerlos a él y a su madre lo asediaron en sus sueños y alucinaciones, y una angustia generalizada lo acompañaba a todas partes y le exigió refugiarse en su casa la mayor parte del tiempo.
Había una historia anterior a esto: él había nacido justo después de que sus padres volvieran del exilio forzado en otra república soviética, donde habían sido llevados, en las peores condiciones posibles, casi todos los habitantes de su patria. La mayor parte de su familia murió ya sea asesinada, de inanición o por diversas enfermedades.
Estas deportaciones significaban la destrucción masiva de una cultura, de las relaciones sociales y de las relaciones íntimas, que alcanzó incluso a las siguientes generaciones. Él había sido educado con la consigna prioritaria de construir, de restaurar, de crear… y entonces volvió a suceder.
Tanto en el plano individual como en el grupal y el social, cuando se sufren grandes penurias y calamidades se instauran fuerzas contrarias reorganizadoras. De hecho, la resiliencia es la norma. Hay amplios ejemplos de que los grupos y sociedades se las ingenian para recuperarse, edificar lo que fue destruido y hacer que vuelvan a imperar las relaciones humanas (Ungar, 2008).
Resiliencia y agotamiento
Tanto en los individuos como en los grupos humanos existe un equilibrio entre los procesos de resiliencia y de resignación, o lo que también podría llamarse “agotamiento”. En el individuo, el agotamiento designa el proceso en el cual la persona traumatizada deja de luchar contra el sinsentido, la impredecibilidad y la desesperanza, y poco a poco se recluye mental y socialmente. Si no recibe alguna clase de ayuda o de atención, su reclusión puede prolongarse, disminuyen sus interacciones con el mundo, se perturban ciertos procesos vitales desde un punto de vista psíquico, pierde las ganas de vivir y a la postre se enferma o muere (Hoppe, 1968; Eitinger, 1969).
La resiliencia remite a fuerzas que promueven el cambio, las relaciones personales, el aprendizaje y la creación, abarca aspectos de integración vinculados al crecimiento y al desarrollo, e implica diálogos y fantasías activos, creativos y transformadores en relación con el futuro (Alayarian, 2007). Por lo demás, la resiliencia depende mucho del contexto, y es por ende un proceso social y colectivo (Hauser et al., 2006; Ungar, 2008).
La fenomenología de los estados postraumáticos se caracteriza, en gran parte, por una dinámica planteada entre “vitalidad” y “muerte”, entre “presencia” y “ausencia”, entre estados mentales simbólicos y otros no representados o mal representados.
Observamos procesos similares en los grupos y sociedades traumatizados. Por ejemplo, ciertos estudios empíricos han mostrado que en grupos de personas gravemente traumatizadas aumentan la morbilidad y la mortalidad (Eitinger, 1965, 1971; Askevold, 1980), lo cual indica agotamiento en el nivel grupal. Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, la falta de ayuda, tratamiento y apoyo a estos grupos (sobrevivientes del Holocausto, marineros en tiempos de guerra2) demostró que la falta de resiliencia era parte de un proceso de negligencia social. Por otro lado, el estudio fundacional de Keilson sobre la secuencia de traumatizaciones demostró que la aceptación y el apoyo son esenciales para que predomine la resiliencia (Keilson y Sarpathie, 1979).
La resiliencia se caracteriza por la capacidad de aprender de la experiencia (Hauser, 1999), tanto en el plano individual como en el grupal (Ungar, 2012). Implica establecer, en un proceso social interactivo, una posición de terceridad desde la cual sea posible adoptar una perspectiva y modalidad de reflexión externas, en consonancia con las concepciones psicoanalíticas sobre el “tercero”. En este sentido, es fundamental cómo se comprenda la traumatización y de qué manera puedan promoverse procesos resilientes en los individuos y grupos traumatizados. Sostengo que las actuales teorías sobre la traumatización tal vez pasen por alto los procesos resilientes y así sostengan, sin quererlo, un enfoque pasivo y desvitalizado en el que es eclipsada la posición de terceridad determinada socialmente.
Sobre la traumatización y la simbolización: el desarrollo de una posición tercera
El uso impreciso del término “trauma” (como suceso invasivo, como algo que el individuo tiene en la mente, como algo que se les hace a las víctimas, etc.) menoscaba nuestra comprensión y los esfuerzos de tratamiento, e indica un malestar presente en nuestras relaciones con la gente que ha sido expuesta a calamidades. Es como si hubiera invadido a la persona algo inquietantemente extraño o ajeno. Según este uso, el “trauma” se convierte en una presencia estática en la mente, haciendo caso omiso de las fuerzas reorganizadoras que de inmediato se ponen en marcha tanto en las personas como en los grupos expuestos. Desde la posición de terceridad esto se considera una cosificación reduccionista. Si se emplea este sentido del “trauma” en el discurso psicoanalítico, puede generarse la enajenación de la persona afectada. Se vuelve preciso, pues, reflexionar sobre qué significa la traumatización.
Un aspecto central es que durante los procesos de traumatización tienen lugar perturbaciones de la simbolización. Se han empleado diferentes metáforas para designar las dificultades contratransferenciales para entender el material no simbolizado, generador de una profunda angustia: “agujero negro” (Kinston y Cohen, 1986), “vacío psíquico” (Riesenberg-Malcolm, 2004), “círculo vacío” (Laub, 2000), “estados mentales no representados” (Levine et al., 2013), “terror innombrable” (Bion, 1962). Todas estas metáforas son tentativas de captar la incapacidad del traumatizado para simbolizar ciertas partes esenciales de su experiencia del Self, así como de las relaciones entre el Self y el otro, y de qué manera estas perturbaciones afectan el lenguaje del individuo o grupo y su intencionalidad en las interacciones sociales. Para resaltar el papel esencial que cumple la elaboración psíquica en la regulación emocional y simbolización de estos procesos, Levine (2021) emplea el término “imperativo representacional”. La actividad mental está regida por una presión intrínseca a crear representaciones y ligarlas entre sí en narraciones coherentes significativas, cargadas de afecto. Dicha presión (el imperativo representacional), originada tanto en fuentes internas (pulsiones, transformación de los recuerdos) como externas (v. gr., percepciones) ejerce sobre la mente una “demanda de trabajo psíquico”. Esta demanda es la que es modificada (debilitada, socavada, atacada) durante la traumatización. Poco a poco, la mente traumatizada abandona su anclaje en la “demanda” o renuncia a él, o bien disocia esta parte de la mente con el fin de preservar cierta funcionalidad psíquica, perdiendo la sensación de una cronología en la que el pasado precede al presente y al futuro, y se diferencia de estos. En la situación traumática, el anclaje deíctico del tiempo (Bühler, 1934) es socavado y a menudo “convertido” en una experiencia temporal existencial desordenada. Dado que el anclaje deíctico de un individuo en el espacio y el tiempo es básico para la integración de sus percepciones, sentimientos y pensamientos en la formación de símbolos, los cambios sobrevenidos en este anclaje pueden tener vastos alcances y ser vivenciados como catastróficos. Toda señal que posea alguna referencia a las señales del peligro percibido anteriormente se considera un signo de peligro y de catástrofe. Esta manera de percibir el entorno, basada en la simetría, se caracteriza por el razonamiento imaginario. En el peor de los casos, la experiencia del tiempo se torna fragmentaria, desconectada del marco del tiempo biográfico, y falla la capacidad para simbolizar los estados-sensaciones del cuerpo, así como la experiencia intersubjetiva y las relaciones del sujeto con su campo social y cultural (Rosenbaum y Varvin, 2007). En estas condiciones, las percepciones y sensaciones vinculadas con el cuerpo y el entorno ni siquiera están relacionadas entre sí mediante modalidades de pensamiento imaginarias. En lugar de ello, puede afirmarse que tienen un carácter “indicial” o “indexical” (Peirce, 1984)3. O sea, constituyen ataques e invasiones inmediatos, perceptuales, no simbólicos de la mente. Este término de la semiótica tiene similitudes con los fenómenos descriptos con expresiones como “agujero negro”, “vacío psíquico” y “círculo vacío”.
En estas circunstancias, ciertos sectores de la personalidad se pueden vivenciar como vacíos, huecos, y aparecen constantemente angustias indefinidas e innombrables. Para simbolizar la experiencia traumática, tienen suprema importancia la reafirmación y confirmación de los demás y de la sociedad. El traumatizado necesita narraciones que puedan satisfacer los intentos mentales por simbolizar las experiencias traumáticas. Si estas narraciones están ausentes, o si son falsas o insuficientes, la persona o grupo traumatizado queda enajenada, aislada, sola o solo con sus experiencias emocionales caóticas, extremadamente dolorosas –como ha sido ampliamente demostrado en los casos en que se negó o desestimó la traumatización de un grupo.
El desarrollo de la simbolización y la resiliencia es relacional, y depende mucho de qué relación se establece con las personas traumatizadas. El intento de una de estas de organizar un mundo interno caótico y de conferir sentido a su experiencia es función, pues, de la activación de recursos internos mediante la relación con los demás, así como de narraciones pertinentes que contribuyan a otorgar ese sentido. Vale decir que la persona traumatizada necesita ayuda para establecer una posición de terceridad desde la cual pueda contemplar su experiencia y reflexionar sobre ella.
El siguiente ejemplo puede aclarar este proceso.
Una viñeta: el Sr. A
El Sr. A, un hombre de unos treinta años, delgado y mal vestido, ingresó al consultorio en un estado de extrema angustia. De inmediato se puso a buscar posibles peligros en la habitación: miró detrás de los cuadros colgados en las paredes, debajo del diván, etc. Se sentó temblando mientras miraba al analista con los ojos bien abiertos. Al ser preguntado por su situación actual, tartamudeó lo siguiente:
–Mató a toda mi familia el dictador. No dejó a nadie vivo.
Luego comentó que vivía en casa de amigos y nunca permanecía mucho tiempo en el mismo lugar. No tenía permiso de residencia en el país y por consiguiente carecía de derechos civiles. Su habla era difícil de entender ya que tartamudeaba y se salteaba palabras. Cuando se le preguntó si tenía comida se desconcertó y dijo que sus amigos le daban comida de vez en cuando. Luego, el analista le preguntó qué comida le gustaba de su país de origen y si podía recordar la cocina de su madre. De mala gana comenzó a hablar sobre esto último, y se largó a llorar. En un instante se convirtió en otra persona: respiraba más profundamente, tenía el cuerpo relajado y obviamente se sentía más seguro. Esto duró algún tiempo, antes de volver a ponerse tenso y mirar con sus ojos angustiados bien abiertos.
Tenía tan distorsionado el proceso de simbolización que era incapaz de darles a sus pensamientos un lugar temporalmente significativo en una narración autobiográfica. La fragmentación temporal hacía que predominasen la angustia, la agresividad y la depresión, que en cierta medida destruían el esfuerzo de conferir sentido (Bruner, 1990) y trababan la formación de símbolos. Estaba inmerso en angustias caóticas que le impedían pensar o reflexionar. El encuentro con el otro –el psicoanalista en este caso– se tornaba aterrador y él lo vivía como algo complicado y confuso, como si se sumergiera en una lucha por el poder. Cuando surgieron recuerdos no solo de lo que comía en su casa natal sino también de una antigua relación segura con un otro empático, durante un breve lapso recobró su función simbolizadora. Una reminiscencia emocional coherente alivió su angustia; pero él intentaba, con titubeos, dar un contexto narrativo a su experiencia:
–Mató a toda mi familia el dictador. No dejó a nadie vivo.
Durante un rato, paciente y analista co-crearon una posición tercera y le fue posible pensar.
Es decisivo que estas tentativas de otorgar sentido a la experiencia cuenten con el apoyo no solo de un analista sino también de la sociedad y la cultura. Para este individuo el rechazo de su condición de refugiado implicó una negación generalizada de la realidad de lo que le había acontecido.
Para contribuir a la simbolización y a los procesos restaurativos de individuos y grupos traumatizados es menester comprender más ampliamente la traumatización.
Para una mejor comprensión de la traumatización
En lo que sigue describiré un modelo que puede servirnos como marco de referencia para el desarrollo de nuestras ideas acerca de la traumatización (Rosenbaum y Varvin, 2007; Varvin y Rosenbaum, 2011). De acuerdo con la concepción de que el trauma y sus secuelas están ligados a la relación del individuo con los demás y con el contexto social, pueden identificarse tres dimensiones de la interacción.
A. La dimensión cuerpo-mundo
Esta dimensión concierne a la relación del individuo en un nivel diádico corporal-afectivo. Es el nivel de la regulación emocional, mediada por el cuerpo, de los estados afectivos. Dentro de esta dimensión, se suceden importantes procesos emocionales reguladores de los estados afectivos, que median entre el Self y los otros, y existe una confianza tranquilizadora, fundada en relaciones objetales internalizadas que al sujeto le resultan seguras.
El retraimiento emocional reduce la posibilidad de acudir a los demás para activar una relación interna empática y, a través de ello, modular los afectos negativos; en consecuencia, la persona puede ser incapaz de simbolizar sus sensaciones y la experiencia subjetiva como tal. Con el Sr. A. se restauró cierta capacidad de simbolización mediante la presencia empática del analista y sus intervenciones, en el marco de la co-creación de una posición tercera.
Los procesos de autorregulación afectiva y las interacciones interpersonales reguladoras son fundamentales para preservar la seguridad de lo que se vivencia subjetivamente (Shore, 2003). Nos referimos particularmente a la regulación de la activación negativa o displacentera, que depende de vínculos tempranos confiables y de una contención suficientemente buena de la madre o de la persona que tiene al niño a su cuidado. Estas relaciones dependen, a su vez, de un contexto social y cultural promotor del crecimiento, incluidas las redes familiares y sociales de apoyo. Por otra parte, lo que en un nivel psicológico-social se describe como la necesidad imperiosa de crear vínculos emocionales es función de la creencia, compartida por la díada o el grupo, de que en este nivel las emociones pueden ser reguladas, vale decir, la creencia en la creación de un código común que “brinde a los sujetos humanos el medio para mantener una perspectiva compartida” (Muller, 2007, p. 235).
B. La dimensión del sujeto como miembro de un grupo
Esta es la dimensión en la que se gesta la propia identidad y en la que el individuo se sabe miembro de una matriz (familia, grupo, comunidad). Esta “condición de miembro” se funda en la capacidad de autoexperimentarse como perteneciente a un grupo y, a la vez, independiente de este. Cada cual es un ser común y corriente (al igual que los demás integrantes del grupo) y a la vez singular (diferente de todos los demás). El grupo opera como trasfondo seguro, ámbito para las relaciones emocionales íntimas, pero también como fuente de conocimiento sobre lo que uno es y lo que podría o debería ser. En los grupos íntimos (familia), cada cual aprende de los demás y adquiere la aptitud para empatizar con los otros o adoptar su perspectiva.
Una estructura grupal o de identidad que no funciona bien es un mal antecedente para el deseo de cambiar, de relacionarse y de reflexionar. En las sociedades en las que la familia y los agrupamientos mayores de personas relacionadas entre sí (v. gr., clan, tribu) son las unidades organizativas principales, y en las cuales la pertenencia a un grupo de esa índole es de importancia fundamental para la identidad personal y social, las perturbaciones de esta dimensión pueden tener efectos desquiciadores.
C. La dimensión del discurso cultural del sujeto
Indica la relación del sujeto con la cultura en su sentido más amplio: es el discurso de los mitos, las ideologías, la filosofía, la ética, la moral, el folclore, la poesía, la literatura, lo jurídico, y otras variedades de discurso social. Todo discurso consiste, en principio, en signos escritos, cronológicos y recordados, de una cultura viviente. Estos discursos no se caracterizan por su estabilidad a lo largo del tiempo, pero son lo bastante estables como para generar mitos, narraciones, ideologías, creencias y paradigmas de argumentación convergentes y divergentes, un “código común”.
En esta dimensión tienen un papel fundamental el modo según el cual el sujeto se relaciona con las diferencias y divergencias, así como la expresión de las pasiones sociales basada en “principios más elevados”. En ella se incluye asimismo la experiencia del sujeto de estar regido por el tiempo lineal o cronológico, vivencial o deíctico (contemplar el presente en su relación con el pasado y el futuro) y existencial (asociaciones, sueños). Por lo tanto, esta dimensión transforma la mente grupal, permitiendo al sujeto mantenerse al margen del grupo sin por ello dejar de ser parte de un movimiento cultural. Constituye, pues, un principio regulador, que estructura el sentido en las otras dimensiones.
Es dable ver en la función de estas dimensiones una concepción ampliada de la tercera dimensión. La relación con el discurso cultural tiene suprema importancia, al establecer un “código común” con las otras dimensiones, estructurándolas y confiriéndoles un sentido. La relación diádica íntima (v. gr., entre la madre y el bebé), que es básicamente no verbal, depende en grado sumo de una estructura grupal/familiar que funcione correctamente, la cual a su vez depende de que la función dadora de sentido de los grupos y sociedades sea razonablemente estable.
Las tres dimensiones deben considerarse como una unidad interrelacionada, o sea, las tres funcionan a la vez. La relación íntima entre la madre o la persona que atiende al bebé y este último precisa de un grupo o familia que no solo brinde su apoyo, sino que además confiera propósito y sentido a la alimentación y cuidado del niño. Y esto es válido para todas las etapas del desarrollo. El grupo o familia existe en un contexto cultural en que las tradiciones y significados se transmiten oralmente y por escrito, como lo sintetiza muy bien el proverbio según el cual “Para criar a un niño, se necesita una aldea entera”. Cuando los grupos y minorías étnicas son perseguidos o se cometen genocidios contra ellos, se generan perturbaciones en todas las dimensiones.
La idea de la posición tercera en psicoanálisis ha sido desarrollada principalmente en relación con la díada (Ogden, 1989). Sin embargo, quiero destacar que ella se basa siempre en la dimensión del discurso del sujeto, como posición previa para dar sentido a la experiencia en los niveles diádico y triádico, e integrar la experiencia del pasado y todo lo aprendido en una experiencia viva en curso que brinde esperanza y esboce posibilidades futuras.
Traumatización y cambio
Toda reelaboración implica la reorganización de los significados y la apertura de espacios mentales o, en el contexto cultural/social, de campos de posibilidades. La traumatización tiende a cerrar posibilidades, con su fijación en imágenes mentales congeladas e intentos de reorganizar la psique desembarazándose de los objetos malos internos (v. gr., por proyección). Normalmente las tentativas de encontrar un nuevo sentido a las cosas fracasan, y recrudecen las sensaciones angustiantes, como vimos en el caso del Sr. A.: se activa una relación empática con el objeto interno, se restaura temporariamente una posición de terceridad y cierta organización mental (Laub y Podell, 1995).
En la terapia, estas situaciones son decisivas, por cuanto se siente la presencia de una relación empática al mismo tiempo que se torna dolorosamente presente lo perdido. En tales circunstancias, la persona experimenta a posteriori (nachträglich) las implicaciones de sus pérdidas y de su traumatización previa. Podría decirse que el psicoanálisis, al conferir sentido a la experiencia traumática desde una posición de terceridad, ancla al sujeto a una dimensión cultural donde la conciencia y simbolización de lo acontecido pueden ofrecerle nuevas posibilidades. En una relación terapéutica o en cualquier proceso de reorganización mental, el momento nachträglich (resignificación) apunta, pues, tanto hacia atrás como hacia adelante (Larsen y Rosenbaum, en prensa).
En un momento como ese, la Sra. B comenzó a darse cuenta de las consecuencias que había tenido para ella la pérdida de su hijo. Acudió a terapia debido a problemas en sus relaciones humanas. Durante la terapia se mencionó varias veces el tema de las pérdidas, aunque en general era evitado; hasta que reapareció súbitamente en una sesión clave, después de una breve interrupción del tratamiento. La Sra. B dijo tener conciencia de que “en este momento mi hijo tendría 13 años”. Ella pertenecía en su patria a una minoría étnica y había sido encarcelada y maltratada durante el embarazo; su hijo murió al poco tiempo de nacer, en horribles circunstancias. Luego de esto, la vida de la Sra. B había sido una lucha contra su culpa predominante, así como contra sus síntomas y depresiones postraumáticas. Mantuvo aislada su conciencia de lo que había perdido convirtiéndose ella misma en una auxiliadora crónica de los demás, que intentaba así pagar sus “deudas”. Estaba identificada inconscientemente con su hijo, y antes de las sesiones claves soñó que era asfixiada sin que nadie viniera en su auxilio. En una secuencia dramática, recordó que estaba sola con su hijo cuando tuvo que soportar que este, quien padecía un trastorno respiratorio, se ahogara hasta morir –como se ahogaba ella en sus sueños–. La experiencia nachträglich de su pérdida puso en marcha un movimiento progresivo, en el que junto con el analista ella debió reelaborar las implicaciones de lo sucedido y elegir un camino para su vida futura. El desarrollo de esta experiencia nachträglich en una dimensión cultural simbólica fue un punto de inflexión y cambió su vida de manera decisiva. Esto se fundó en el establecimiento conjunto de una posición de terceridad reflexiva, en la cual la interacción diádica con el analista y las relaciones triádicas implícitas (edípicas) pudieron ser dotadas de sentido mediante la reelaboración de sus relaciones actuales en el exilio y con su familia en su patria.
¿Puede esta toma de conciencia “con posterioridad” (nachträglich) funcionar en el plano social o colectivo? El trabajo de Mitscherlich sobre la incapacidad de los alemanes para hacer el duelo demostró de qué manera este último puede beneficiarse de una intervención psicoanalítica colectiva –proceso difícil tanto en el plano individual como en el social, donde puede abarcar varias generaciones.
Conclusiones
Por su origen y por su función esencial, el psicoanálisis es una forma de tratamiento individual. No obstante, la dinámica transferencial y contratransferencial de la díada terapéutica se inserta en un contexto determinado por las reglas del encuadre, el contrato, la ética, las leyes y el significado cultural local de la relación terapéutica. El analista debe involucrarse en una relación emocional con el paciente y a la vez representar, con su función reflexiva, una posición tercera (Kernberg, 1997). Esta posición de terceridad es la que vuelve posible la interpretación (Green, 2004).
En relación con el modelo presentado anteriormente, la labor psicoanalítica en un nivel diádico es siempre contextualizada por las tres dimensiones: cuerpo-mundo, sujeto-grupo y sujeto-discurso/cultura. Estas tres dimensiones funcionan como un todo, aunque el paciente funcione principalmente en un nivel imaginario deficitario. Para que lo imaginario sea simbolizado, el analista debe, pues, formular la interpretación desde una posición de terceridad.
La cuestión es si el psicoanálisis está en condiciones de representar la posición tercera en el nivel colectivo y cumplir una función que aborde el estrato más profundo del inconsciente social (Hopper, 2002), así como abrir un espacio para reelaborar los efectos de la traumatización colectiva, entre otras cosas. Una condición previa es que las calamidades experimentadas estén inscriptas en la memoria colectiva. Este es un proceso colectivo en el cual, si bien son indispensables el reconocimiento y la reafirmación oficiales, la comunidad cultural (escritores, artistas, historiadores, sociólogos, etc.) debe producir además narraciones coherentes. En este marco, el psicoanálisis puede contribuir a estructurar una posición de terceridad que abra el desarrollo de las relaciones de poder diádicas, permitiendo el reconocimiento mutuo (Muller, 1999). En las palabras de Freud: “Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsión de destrucción, lo natural será apelar a su contraria, el Eros. Todo cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario a la guerra” (Freud, 1933, p. 211).4
(Traducción de Leandro Wolfson)
1 svvarv@oslomet.no. Sociedad Psicoanalítica Noruega.
2 En 2016 se creó en Noruega el Kriegsseilerregisteret (Registro de Marineros de Guerra) con el fin de reunir datos acerca de todos los marineros y barcos de ese país que realizaron viajes por mar para países neutrales en el período 1939-1945. (N. del T.)
3 El concepto de indexicality fue creado por Charles Peirce para referirse a un comportamiento o enunciado que indica un estado de cosas (v. gr., el humo como indicador del fuego, la palabra “aquí” como indicador del lugar donde se enuncia algo). En la esfera humana, se ha considerado que la indicidad social incluye cualquier signo (ropa, variedad de habla, modales en la mesa) que indique una identidad social o ayude a crearla. (N. del T.)
4 En Obras completas, Amorrortu editores, vol. 22, p. 195. (N. del T.)
Descriptores: CATÁSTROFE / CRISIS / GRUPO / VIÑETA CLÍNICA / RESILIENCIA / TRAUMA / SITUACIÓN TRAUMÁTICA / VACÍO / SIMBOLIZACIÓN / SUJETO / IDENTIFICACION / VÍNCULO / DUELO / RESIGNIFICACION
Candidatos a descriptores: TERCERIDAD / TRAUMATIZACIÓN
Abstract
Psychoanalysis and the third position: social upheavals and personal catastrophes
In this paper it is argued that psychoanalysis may represent a third position with respect to individual, group and social regressive processes. A model for rethinking individual and collective traumatization is proposed, in which dyadic, group and prevailing cultural discourse relations are developed. The model implies a mediating function of psychoanalysis, potentially healing at the social level.
Many current situations are characterized by the breakdown of order and structure, which leaves individuals exposed to disorganizing forces (war machines, human trafficking), with the result that ordinary people become massively dehumanized, especially refugees. The paper focuses on showing how alienating discourses on “trauma” and the disdain that societies show towards traumatized people increase suffering and can have serious consequences for generations to come. The way in which psychoanalysis can offer a mediating function for individual, group and social regressive processes is examined. A “third position” from which psychoanalysis could act is conceptualized. It is considered unavoidable in psychoanalytic clinical work insofar as symbolization and working through must be based on a common cultural discourse. A model for reconsidering traumatization is presented, which incorporates the concept of a third position in the subject’s relations, which are conceived, within a broader perspective, as dyadic, bodily-affective relations, linked to the group and the family, and linked to culture and discourse. This model can serve as a basis for understanding how the atrocities of social catastrophes, such as collective traumatization, can be reworked at both the individual and social levels. These processes are elucidated in this paper with clinical examples.
Resumo
A psicanálise e a posição terceira: transtornos sociais e catástrofes pessoais
Neste trabalho, argumenta-se que a psicanálise pode representar uma posição de terceiridade no que diz respeito aos processos regressivos individuais, grupais e sociais. Propõe-se um modelo para repensar a traumatização individual e coletiva, na qual se desenvolvem relações diádicas, grupais e relativas ao discurso cultural vigente que implicam uma função mediadora da psicanálise, potencialmente curadora no plano social.
Muitas situações atuais se caracterizam pela quebra da ordem e da estrutura, que deixa os indivíduos expostos a forças desorganizadoras (máquinas de guerra, tráfico de pessoas), com o resultado de que as pessoas comuns se desumanizam massivamente, especialmente o que diz respeito aos refugiados. O trabalho se centraliza em mostrar de que maneira os discursos alienantes sobre o “trauma” e o desdém que as sociedades manifestam a respeito das pessoas traumatizadas aumentam os sofrimentos e podem ter graves consequências para as futuras gerações. Reflete sobre o modo pelo qual a psicanálise pode oferecer uma função mediadora para os processos regressivos individuais, grupais e sociais. Conceitualiza-se uma “posição de terceiridade” desde a qual a psicanálise poderia agir. A esta posição se a estima iniludível no trabalho clínico psicanalítico na medida em que a simbolização e a reelaboração devem se basear em um discurso cultural comum. Expõe-se um modelo para reconsiderar a traumatização, que incorpora o conceito de uma posição de terceiridade nas relações com um campo mais amplo, e concebe as relações do sujeito como relações diádicas, corporais-afetivas, em relação com o grupo e a família, e em relação com a cultura e o discurso. Este modelo pode servir de base para compreender como podem ser reelaboraradas as atrocidades das catástrofes sociais, como a traumatização coletiva, tanto no plano individual como social. Estes processos são esclarecidos neste trabalho com exemplos clínicos.
BIBLIOGRAFÍA