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Dinámica de la violencia en la vida cotidiana: el contexto de la India

Jhuma Basak1

Resumen

En este escrito, se devela una compleja red de significados y símbolos que se entrecruzan en la cultura y sociedad indias. Se nos muestra cómo ciertas construcciones metafísicas de la filosofía oriental pueden estar enmascarando procesos de opresión y subyugación sistemática de la subjetividad femenina en la India contemporánea. El autor nos conduce por un camino de introspección y cuestionamiento, exponiendo la influencia de la cultura comunitaria en la forma en que las personas enfrentan la pérdida y cómo puede generar una culpa transgeneracional. La dificultad para hacer el duelo por los seres queridos y la explotación de la muerte por parte de la industria sanitaria se presentan como manifestaciones de la fragilidad de los lazos sociales y estructurales de la sociedad india. Asimismo, el autor nos presenta el concepto de biopoder de Foucault, que controla la vida humana y su violencia se dirige no a seres vivientes, sino a sujetos sexuados y sus formas de disfrute. La violencia clandestina y seductora que se manifiesta en la vida cotidiana es la encarnación establecida de la existencia, instando al Yo a subordinar el principio de realidad de un modo estructural y sistémico. En el contexto de la India, se evidencia cómo la construcción metódica de un orden patriarcal brutal, en el que la mujer es el “otro excluido” que debía ser eliminado, se ha instalado en la cultura india a través del tabú de la menstruación y la construcción de la figura de la madre-diosa ideal. Esta escisión entre el cuerpo real de la mujer y su imagen cultural proyectada genera una brutal violencia contra las mujeres en la India. En definitiva, este escrito y sus viñetas clínicas nos invitan a reflexionar sobre la interconexión de las distintas dimensiones de la cultura y sociedad indias y su impacto en la subjetividad de las personas cuestionando las estructuras culturales y políticas que sostienen la opresión y subyugación sistemática de ciertos grupos sociales.

Un clima virulento

El 23 de mayo de 2021, todos los periódicos y medios de comunicación de la India transmitieron esta singular y espantosa imagen: la de centenares de cadáveres que flotaban en el Ganges y en los ríos de Bihar y Uttar Pradesh2. Gobiernos y estados se encontraban consternados por la abundante cantidad de estas víctimas del Covid-19 y la causa de sus muertes, que por otra parte pusieron de manifiesto la incapacidad de la nación para hacer el duelo por esas incontables vidas humanas. Tuvieron un final asesino que dejó innumerables corazones dolientes y niños, padres, amigos y amantes atormentados por la pérdida de sus seres queridos. Para los cuerpos, hubo la negación total de una muerte digna, a la vez que un áspero desdén por las necesidades de los familiares y amigos sobrevivientes, que buscaban un poco de paz y de contención para sus pérdidas. Fue el deplorable éxito de un sistema que subyuga a las entidades humanas tanto en la vida como en la muerte.

Los ritos hindúes tradicionales de cremación implican incinerar el cuerpo, pero los crematorios activados por energía eléctrica estaban invadidos de cadáveres en largas colas que debían aguardar su turno más de 24 horas, mientras en el mercado negro pululaba la venta de leña para la cremación manual. El personal designado por la comunidad para ocuparse de la cremación, habitualmente conocido como “los doms”, que eran considerados los individuos de la casta más baja, buscaban desesperadamente una forma de sobrevivir a décadas de indigencia aprovechando esta catástrofe para su ventaja temporaria. A menudo los indigentes recurren a esta violenta angustia de supervivencia, que refuerza la creencia de que un poco de dinero puede brindar omnipotencia e invulnerabilidad frente a largos siglos de opresión estructural sociopolítica y económica. Estas acciones brutales para continuar sobreviviendo generan a menudo en el individuo una confusión interna y procesos disociativos inconscientes, que les hacen desdeñar la adversidad ajena. En la base de esta apropiación de la supervivencia está el temor inherente de una entidad frágil que está constantemente a punto de estallar en su lucha contra un sistema insensible, invadida por el temor de la supresión total de su ser, el colapso interno de su débil estructura yoica. Cuando un compromiso comunitario paralizante desde el nacimiento incluye la violenta encarnación sistémica de la pobreza y la política, puede trivializar todo otro intercambio intersubjetivo humano y hacer del cuerpo de la agencia humana3 la sede de todas las batallas en pos de la supervivencia. Así se justifica toda lucha, por violenta que sea, como necesaria para esa existencia. La furia, expresada a través de acciones horrorosas, pasa a formar parte del modo regular de la vida de los “llorones colectivos”. “Cuando una pérdida4 se asocia con vivencias de desamparo, pasividad, vergüenza y humillación, el duelo es acompañado de otros movimientos psicológicos, por los cuales el desamparo y la pasividad se convierten en autoafirmación y actividad, y se revierten de ese modo la vergüenza y la humillación” (Volkan, 2007, p. 46). En este caso, la pérdida comienza con la aniquilación del ser propio, el Self.

En otro plano, la industria sanitaria explotó la pandemia convirtiendo la muerte en un negocio rentable: en el mercado del Covid, se apilaban cilindros de oxígeno con fines especulativos, que luego se vendían a precios exorbitantes en el mercado negro. Los elaborados rituales mortuorios hindúes, conducidos por los sacerdotes o “brahmines” de la clase alta, que incluían la purificación del cuerpo, untado con mantequilla y luego vestido para su cremación, seguida esta de un período de duelo de varias semanas, en el que se come lo mínimo y casi no hay cambios de vestimenta, para luego desembocar en un festín comunitario, ¿implican acaso un esfuerzo intrínseco tendiente a la purgación estructural y sociocultural de un orden corrupto? ¿Un orden que subrepticiamente dictamina que la vida se base en la autonegación y la renuncia, y estimula un posible intento de reparación cultural de su culpa? Tal vez esta culpa de un orden implacable, transmitida por vía de la cultura comunitaria, se convierta en esa culpa filial transgeneracional que durante tanto tiempo mantuvo a las familias aferradas al statu quo, pero que ahora ha sido súbitamente sacudida por una cultura consumista, violenta e inexorable, a la que el individuo tiene fácil y rápido acceso para su autogratificación. Esta transición cultural en la que se pasó de la seriedad de los mitos y rituales a la voraz saciedad consumista de agradable satisfacción inmediata, con toda su irónica trivialidad y por ende su necesidad de ser urgentemente reiterada, ejerce una atracción magnética en los tiempos actuales. 

“Crueldad necesaria” (Mark Borg)

La India está desgarrada por sus antiguas y violentas antítesis de casta y clase social, en las cuales el dinero opera como un símbolo para adquirir una invulnerabilidad ilusoria. Con frecuencia es el único medio para alcanzar la dignidad social. El consumismo, que tiene como confiable fundamento la política de la pobreza, genera un cierto sentido individual de placer y satisfacción ilusorios que solo el dinero permite obtener. Genera así una juerga contrapuesta de “re-producción” de una cultura violenta donde el entretenimiento es exaltado para el consumo de la comunidad. Consecuentemente, fomenta una cultura donde “se practica la indiferencia (por disociación) frente al sufrimiento ajeno y se afianza la crueldad como enfoque de la vida propio del statu quo, una crueldad que parece necesaria y a menudo lo es realmente” (Borg, 2007, p. 181). Ideologías políticas dogmáticas prosperan en ese refuerzo estructural, sistémico, de tales divisiones, promoviendo la “otredad” proyectiva de los estados yoicos colectivos disociados que se estiman más inaceptables. Con posterioridad, la mortífera “otredad” se propaga en forma estructural a través de las divisiones de casta y clase social, generando prejuicios discriminativos en lo relativo al género y al color de la piel.

En la actual era de la tecnología de la vigilancia, los seres humanos están cada vez más apartados de aquello humano que los conecta y les da continuidad. El reduccionismo convierte la subjetividad humana en un objeto fácilmente disponible. En nuestros tiempos prevalece una intensificación extraordinaria de la desensibilización y la banalización, lo cual genera una réplica “maniquea” del mundo (Bohleber, 2003, p. 126) y refuerza la línea divisoria entre el bien y el mal, entre el amigo y el enemigo, segregando en definitiva a “los otros” de “nosotros”. Este quiebre se torna más agudo y concreto cuando “la defensa maníaca milita contra el sentimiento de responsabilidad social, ya que se defiende, precisamente, de la culpa depresiva que, en el modelo kleiniano, lleva a la preocupación reparadora por los demás. Esta defensa se caracteriza por aferrarse a un sentimiento de omnipotencia, por la negación de la realidad psíquica, por una consecuente huida en la acción por oposición al pensamiento, y por una identificación proyectiva generalizada” (Altman, 2005, p. 330).

Las incontables pérdidas de vidas de los dos últimos años en la India, ¿han promovido la negación nacional de la debida responsabilidad social y el goce de esta omnipotencia reglamentada, que crea aún mayores divisiones entre ricos y pobres, la casta superior y la inferior, los habitantes de zonas rurales y de las ciudades? En esta era consumista mecanizada, la utilidad y productividad del cuerpo humano son los únicos criterios para establecer su relevancia. Herbert Marcuse aducía que el Yo Ideal colectivo contemporáneo implica el desarrollo de un extremismo popular auspiciado conjuntamente por la tecnología y por una ideología autoritaria. “Con la desvalorización del cuerpo –escribió–, la vida de este ya no es la vida real, y la negación de esta vida ya no es el final, sino el principio” (Marcuse, 2011, p. 125). Esto implica un germen de desmentida y antítesis de la existencia de la persona corriente, sumergida en la violencia engañosamente seductora de un sistema disoluto conflictivo, pero atrayente.  

Con su historia colonial y las innumerables invasiones de otras naciones, aparte de Gran Bretaña, la India fue un campo de batalla donde no solo morían cuerpos sino que explotaba la tierra, exigiendo reiteradamente la redelimitación política de aldeas, ciudades y estados. Las continuas fracturas y el desarraigo de las comunidades se reflejaron en una falta de confianza básica y una angustia primordial colectiva, las cuales a menudo encarnaban, en la vida cotidiana, en creencias supersticiosas. Leo Rangell (1976) se refirió al problema de la “tierra propia” y el apego a ella y sus vecindades como requisito de la preservación del equilibrio ambiental y social; y la tierra tiene aún más importancia para la gente común que dedica su cuerpo y su ser a nutrir el suelo en busca de alimento y sustento. Cuando esa tierra propia se desintegra, el Self siente que es aniquilado junto con ella; y esto ha sido lo que sufrió el pueblo de la India reiteradamente por las divisiones políticas de la tierra a lo largo de siglos. Ciertas comunidades, sometidas a repetidos traumas a raíz de las guerras, las invasiones, la política y la pobreza, son más vulnerables a sentir desconfianza y experimentar divisiones, creando una paranoia social generalizada y desilusión personal. Esta angustia primordial, al ser compartida con la comunidad, puede a su vez generar como contrapartida una “regresión social” (Volkan, 2002), intensificando su creencia en poderes mágicos, creencia que contiene igualmente esas feroces colisiones. Curiosamente, sustenta a la vez una cultura exaltada de veneración de las deidades próximas a su idea de un dios, popularizada por las doctrinas ortodoxas canónicas de la derecha y sus prácticas políticas violentas. Todo aquello o toda persona que no encuentre un lugar en esta doctrina canónica es tratado como un “cuerpo extraño” inasimilable que debe ser erradicado en forma drástica. Esto genera un clima tenso polarizado entre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, “nosotros” y “ellos”. La instigación de temor obliga al sujeto a permanecer cautivo de la posición esquizoparanoide y a resistir todo cambio que pudiera llevar al estado depresivo.

“Sujetos sexuados” (Todd McGowan)

En su trabajo The sex in their violence (El sexo en la violencia de ellos), Todd McGowan (2019, p. 47) comenta el concepto de “poder biológico” o “biopoder” de Foucault. Explica allí que el biopoder “transforma el campo de la política, que es un terreno de debate y contienda público, en un reino biológico relacionado con la vida y con el cuerpo” (p. 48). Como aclara Foucault, la violencia del poder biológico radica en su producción de una “vida desnuda” contrapuesta a su producto más importante, la tecnología. Esta última da lugar a una vida ilusoria, al crear un sentido mágico de su poder ficticio, que todos tratan desesperadamente de captar e imitar. Explica McGowan que el biopoder controla la “vida humana desnuda” introduciendo la muerte (y el temor permanente a ella) –en otras palabras, lo que él denomina “sexuación” – en la cotidianidad. “El biopoder esconde la índole sexualizada de su violencia. Se dirige, no a seres vivientes, sino a sujetos sexuados y sus formas de disfrute” (p. 49).

En las prácticas de la vida cotidiana, la vida parece quedar sepultada por una violencia clandestina seductora, irresistible. Al imitar el frenético blindaje de una brutal danza macabra de centenares de cadáveres flotando en sus ríos, ¿acaso el Superyó nacional de la India, de su política y su gobierno, al encubrir la vida diaria con una necrocultura notoria, no hace de la muerte y de la morbidez un elemento casual, mundano, de su existencia básica, envuelta en placeres y entretenimientos diarios gracias a la captura del consumismo popular? Gobernado por el principio de placer, y convirtiendo el entretenimiento en la encarnación establecida de la existencia, el Yo es instado a subordinar el principio de realidad de un modo estructural, sistémico, que establece furtivamente una existencia “sexuada” para los seres humanos. La transformación de los individuos humanos en “seres sexuados” se inicia en la infancia con la difusión sistémica de un programa de entretenimientos masivos, incluso en el ámbito fundamental de la educación. Lo que se inculca es un tipo de entretenimiento despojado de todo enriquecimiento catártico del Self o del Yo, ya sea en su evolución afectiva o cognitiva. El barrido totalitario de todo ejercicio del intelecto es encubierto con las inquietantes y milagrosas excitaciones de un mundo automatizado de entretenimientos mágicos.

La mujer desestimada

En la India siempre ha prevalecido la filosofía oriental de la mente/alma sobre el cuerpo y la existencia material. Cabe preguntarse si esas predilecciones metafísicas no serán quizás una construcción defensiva sublimada, teórico-cultural, contra una antigua estructura económica empobrecedora, de origen sociopolítico. A lo largo de los años, la India asistió, junto con la decadencia de su sistema de castas, a la subyugación sistemática de la subjetividad femenina. El tabú de la menstruación, según el cual el cuerpo “sucio” de la mujer debía ser expurgado en forma periódica, instaló el mito de que la mujer es un ser abyecto y de que en ella existe el temor a su propio “envilecimiento”. “Lo sucio no es nunca, pues, un suceso singular aislado. Donde hay suciedad hay sistema. Lo sucio es el producto de un ordenamiento y clasificación sistemáticos de la materia, en tanto y en cuanto dicho ordenamiento implica la expulsión de todo elemento inapropiado” (Douglas, 1984, p. 35). Así, se procedió a la construcción metódica de un orden patriarcal brutal, en el que la mujer era el “otro excluido” que debía ser eliminado, cuya entidad física solo valía como “aparato reproductor” o como “objeto de entretenimiento”, enmascarando tanto la sexualidad femenina como la maternidad con enunciados sexuados perversos.

El cuerpo/entidad de la mujer, ¿es acaso “el ‘objeto transicional’ entre dos familias, que une a los hogares para que otros residan en ellos y prosperen, al par que renuncia a su propio sentido de pertenencia? El cuerpo de la mujer, ¿es la vacilante sede simbólica de esa construcción de un hogar para otros, un manantial del cual nutrirse? En ese contexto, ¿su cuerpo está destinado únicamente a nutrir a los demás –en una probable conexión con la transformación cultural en la India de la sexualidad corporal de la mujer, que pasó al endiosamiento de la maternidad nutricia–? ¿Buscará la mujer indirectamente su derecho a la sexualidad a través de la maternidad? ¿Dónde procurará nutrir su ser propio y qué ocurre con sus deseos y placeres corporales?” (Basak, 2021).

Viñeta clínica I

Bijaya creció en una pequeña aldea de Bangladesh5, en el seno de una familia ensamblada. Su casa natal era de tamaño comparativamente pequeño, con solo dos habitaciones utilizadas con múltiples propósitos (comer, dormir, recibir a las visitas), una cocina y un largo corredor-balcón donde ella y sus hermanos estudiaban por las tardes y dormían de noche. En la casa no había baño por falta de espacio. Las mujeres se levantaban al alba, iban afuera a defecar y luego se higienizaban en una laguna cercana. Bijaya debía efectuar esta rutina, que la avergonzaba, antes de ir a la escuela. El desagrado que le provocaba se intensificó cuando comenzó a menstruar. Limpiar su cuerpo cuando tenía el período era para ella una tarea asqueante. La ausencia de un baño en la casa hizo que nunca invitara a ella a ninguna de sus amigas o maestras. Esta situación persistió hasta que Bijaya estuvo en la escuela secundaria, cuando finalmente la familia logró construir, dentro del predio que rodeaba a la casa, un retrete elemental. En esa época, Bijaya ya estaba por abandonar la aldea para proseguir sus estudios en la India. 

Cuando culminó sus estudios de posgrado en la India, obtuvo un cargo docente en una escuela de Bengala. Vivía en una hostería para mujeres, tenía un cuarto propio y baño contiguo. Se sentía muy feliz de disponer al fin de un baño para ella sola; hasta pagó de buen grado por ese motivo una suma algo mayor. Para ella este fue un gran logro. Limpiaba y decoraba su baño con mucho cuidado, tal vez como una manera simbólica de cuidar y adornar sus “partes privadas”, que tantos problemas y vergüenza le habían causado desde su infancia. Pasaba mucho tiempo en el “toilet”.

Aunque hasta entonces los logros de su vida habían sido notables, tenía un enorme sentimiento de inferioridad. Se sentía degradada y rechazada; prevalecía en ella una profunda tristeza. Pensaba que tenía la piel demasiado morena, que su inglés no era lo bastante bueno, que carecía de modales refinados, que era pobre –todo lo cual se intensificó cuando se fue a la India, su segundo hogar, fruto de su esfuerzo.

Mientras vivió en la India tuvo el siguiente sueño recurrente:

Su profesor favorito de la universidad la visitó en su casa de la aldea natal. Era emocionante que un profesor tan renombrado visitara su pequeña aldea, un gran honor tanto para ella como para su familia. Ella invitó a sus vecinos más respetables a su casa para que lo conocieran. Preparó un té para el profesor con sumo cuidado, pero al ir a servírselo comenzó a temblar en forma desesperante. Se sentía avergonzada de su mano oscura, él vería cuán sucia estaba. Además, sabía que tan pronto él tomara el té, querría ir al baño, y entonces se enteraría nuevamente de lo pobre que ella era, porque ni siquiera tenía un baño. Quería hundirse en la tierra, y en ese preciso momento despertaba del sueño con una angustia feroz, como si el temblor de su mano se hubiese transmitido a todo su cuerpo.  

La excitación que le había producido la visita de su profesor favorito a su casa y la honda vergüenza que tenía por su cuerpo, así como el deseo de enterrarse: todos esos elementos pueden haber sido el origen de su temblor (quizás el movimiento rítmico inconsciente de la excitación sexual acompañado de la soterrada vergüenza por haber buscado durante años una salida somática frenética). Despertar del sueño después de haber querido “enterrarse” era tal vez su angustia interior porque la vida se despertase y ella pudiese hacerla suya. Asociaciones posteriores con sus manos “morenas, sucias” llevaron a su desazón infantil por tener que limpiarse con hojas y con el agua de la laguna tras haber defecado al aire libre en su aldea. Reflejaba su ambivalencia, su sentido de la suciedad y su tremenda vergüenza. El deseo inconsciente de llegar al profesor con la mano en la que sostenía la taza de té, en la que esta taza actuaba como un objeto transicional que la conectaba a él, pudo haber suscitado, junto con su excitación, su profundo temor interior a la “impureza”, provocándole en el sueño una enorme ambivalencia y angustia. Quizá la taza de té actuaba asimismo como puente entre su vida rural y su vida urbana en dos países diferentes, mientras ella procuraba resolver su conflicto interior con ese ciclo recurrente.

“La negación del núcleo básico de un ser, es decir, de su Self  [incluido el cuerpo y la sexualidad que emana de este], puede naturalmente sufrir un daño emocional significativo, que dejará su huella en la psique de una mujer” (Basak, 2014). Esto crea una profunda herida narcisista que provoca una disociación entre el Self y el cuerpo, lo que hace que, subsecuentemente, su capacidad de autodeterminación (agency) sea enormemente difícil de lograr. Esta posición depresiva encubiertamente coactiva, ofrecida a las mujeres por la cultura de la India como una secuela “natural” de la desmentida y el abandono fundamental de su Self primario por su propio Superyó (generado por los padres y por la sociedad), las deja para toda la vida con un vacío sin fondo, una insondable herida narcisista. “La siniestra negrura de la depresión, que es legítimo relacionar con el odio que observamos en el psicoanálisis de sujetos deprimidos, no es más que un producto secundario, consecuencia más que causa, de una angustia ‘vacía’, que expresa una pérdida vivenciada en el nivel narcisista” (Green, 1986, p. 146).

En el caso de las mujeres de la India, esta posición depresiva propuesta por la cultura y socialmente aplaudida explica a menudo su profunda depresión clínica (no la posición depresiva kleiniana) que puede luego provocar una masiva desinvestidura del objeto maternal primario –vale decir, uno que sigue vivo físicamente pero que ya está psíquicamente muerto para el niño (Green, 1986)–. La introyección de la violencia externa por parte de la madre, junto con su carácter de desinvestidura, se convierte en una violencia internalizada contra el Self del individuo, transmitida a la niña por vía de su pasividad. A menudo, el cuidado puede actuar como una fachada de la producción contrapuesta de una investidura angustiada envuelta por el amor. 

En el contexto de la India, muy a menudo la aniquilación de la subjetividad de la mujer puede afectar gravemente su capacidad de mentalización, vedándole agitar su vitalidad o experimentar placer, y convirtiendo “el mero placer de estar vivo” en un acto prohibido y punible. En este marco, la culpa actúa habitualmente en la mujer como un mecanismo cohesivo fundacional para el Self en sus relaciones primarias. La culpa no  necesariamente lleva a intentos de reparación, sino que despierta hostilidad hacia el Self, dando origen a una culpa persecutoria. Esta compleja configuración psicológica es comunicada posteriormente a la niña, lo que hace probable la disociación afectiva incoherente en su configuración intersubjetiva e intrapsíquica. El amor del sujeto puede quedar atrapado en su promesa a la madre emocionalmente no disponible, dificultando la individuación y la autodeterminación, y afectando también su capacidad yoica para duelar las pérdidas significativas. Como si se encontrara inmerso en un estado ambivalente potente que lo hace vulnerable, y una posición melancólica que viene desde la infancia se enredara con la culpa persecutoria, como un apego psíquico ante el vacío creado por la “madre muerta” simbólicamente.

Viñeta clínica II

Anita acudió a terapia a los 32 años, cuando llevaba siete años de casada y tenía una hija de cinco años. En ese momento estaba en el segundo mes de embarazo de su segundo hijo. Había trabajado durante diez años en una entidad dedicada a los derechos sociales de los niños y el empoderamiento de la mujer. Tenía un alto grado de autoconciencia y me expresó con suma claridad: “Mi familia tiene problemas, y esto me está convirtiendo cada vez más en una persona muy airada. Creo que padezco los mismos problemas con la ira que mi padre, a quien odio. Para mí él no existe. Pero lo que realmente me preocupa es la relación con mi madre: en estos días me enfurezco con ella al punto de no soportarla por momentos. Sin embargo, si usted me lo pregunta, le diría que la amo a mi madre”, concluyó diciendo, con los ojos llenos de lágrimas. 

A todas luces, aunque tenía su propia familia e hijos, su sentido de pertenencia familiar se vinculaba con su familia de origen. Odiaba a su padre desde que a los 12 o 13 años se enteró de que había abusado sexualmente de una prima de ella (hija de una tía materna, de quien se sentía muy próxima). De inmediato manifestó su duda de que también hubiera abusado de ella; no lo recordaba, pero no lo descartaba por completo. Desde su infancia se había sentido incómoda con él, no sabía por qué; y esta ambigüedad la perturbó mucho y trastrocó sus procesos afectivo-cognitivos. No solo evitaba a su padre porque le espantaban sus ataques de ira, sino que evitaba cualquier contacto corporal con él. Por ejemplo, recordaba que cuando él la llevaba a la escuela sentada en el asiento trasero de su bicicleta, ella procuraba cuidadosamente mantenerse erguida sin inclinarse hacia él ni tocarlo. No le gustaba la manera en que su padre miraba a sus compañeritas y a las madres de estas. Decía que él era un “gandalog” (hombre malo). Durante toda su escolaridad, evitó invitar a su casa a sus compañeras por temor a que su padre se les acercara. Luego de conocer a los padres de algunas de sus amigas, quiso que el suyo fuera como ellos, alguien del que una podía enorgullecerse y con el cual podía sentirse segura. Por el contrario, ella sentía vergüenza de su padre. Nunca le contó a su madre nada de esto; en su interior le tenía rabia porque pensaba que si la madre no había advertido nada, es porque era cómplice del padre. Quizás el silencio compartido entre ambas sobre este tema era también su punto de conexión e identificación inconsciente con la madre.

Por momentos, Anita sentía que su marido le inspiraba una desconfianza e ira similares a las que le provocaba su padre, como si aquel debiera pagar el precio que se había ahorrado el padre. Cuando veía a su marido y a su hija jugar juntos, se trastornaba: o bien dudaba de él, o bien le acometían celos de su hija –lo cual tal vez fuera una estimulación inconsciente del deseado intercambio con su padre–. O quizás en su inconsciente había insinuaciones sexuales inaceptables acicateadas por la idea de las transgresiones sexuales del padre, con las que no podía lidiar. Es posible que esto se sumara a su propio odio a los progenitores, su furia, introyectada y reiterada en la dinámica de su propia familia. Acaso estas estimulaciones sexuales inconscientes incrementaron su culpa e hicieron que se volviera sobreprotectora de la madre. Pero no quería, manifestó, que su propia familia fuera una réplica de la ambivalencia y la “perversión” en medio de las cuales ella había crecido, y por eso vino a la terapia.

Anita recurría a formas humorísticas creativas de disociar el dolor y la humillación que sentía con respecto a su familia en puestas en acto que se sucedían regularmente en las sesiones. Por ejemplo, anunciaba: “Señora, aquí le presento a mi padre, empresario por profesión y pedófilo por pasión”, y luego estallaba en una larga carcajada, quizá su esfuerzo maníaco para defenderse del inquietante paralelismo. En otra oportunidad, al referirse a la crueldad con que la trataba su madre, por oposición a la devoción que manifestaba hacia su marido, exclamó: “¿Alguna vez vio usted una madre que fuera pujari (sacerdotisa) de un pedófilo, al que venera? ¡Tal vez ella no quiere renunciar a su prestigiosa condición de pujari!”. (Anita oponía así, irónicamente, la “condición prestigiosa” de la madre a la realidad groseramente humillante en la que en verdad vivía, sin percatarse de su propia crueldad hacia la madre que esto implicaba).  

Con frecuencia se preguntaba si el hecho de que su madre no tuviera más remedio que seguir junto al padre no era por una cuestión de dinero, y durante gran parte de su vida Anita procuró ganar mucho dinero y ahorrar tanto como pudiese, con el fin de “salvar” a su madre algún día. Por desgracia, la Anita niña que realmente necesitaba ser salvada se perdió en medio del rechazo y la indiferencia de la madre, y en su propia fantasía de convertirse en la salvadora de la madre. Fantasía nacida de la introyección de su madre, con la cual transformaba inconscientemente sus propios sentimientos dolorosos en contraataques agresivos al objeto común de ambas, el padre –el objeto fálico siempre presente, con el cual tenía ella sus propias fantasías reprimidas–. En tanto, la imago de la madre indiferente, línea de contacto afectivo con esta, seguía residiendo dentro de su psique como una intromisión silenciosa. Como dice Chodorow, “el objeto materno convertido en sujeto” es un sujeto denegador. “Como consecuencia de los procesos identificatorios, este sujeto denegador castrado pasa a formar parte del Self de la niña, del mismo modo que la madre-objeto continúa siendo, en lo intrapsíquico y lo interpersonal, un objeto de amor y odio ambivalentes” (Chodorow, 1974, p. 16). 

La esperanza era que Anita deseara de buen grado participar en la terapia para comprender su dolor, su amor y su furia contra la madre, y a la vez desentrañar qué había pasado realmente en ella con respecto a su padre, y todo lo que la había hecho consumirse a ella y a su familia durante años.

La India después de la independencia y una imaginación femenina violenta

La India colonial pudo haber generado un propósito colectivo por la adhesión de sus habitantes a la realidad tangible de la “madre patria”. El carácter simbólico de esta “madre patria” tuvo profunda significación psicológica para los integrantes de esa generación. La construcción de un espíritu nacional glorioso actuó quizá como defensa maníaca colectiva, acorde a la vocación que imponía la hora, frente al probable terremoto de la ambivalencia personal en la órbita filial, la presencia de una “madre muerta” en la vida privada. Cuando la India obtuvo su independencia, seguir comprometidos colectivamente con la madre patria dejó de ser una causa válida para esa generación. En la época posterior a la independencia, ella invistió su pasión, con frenesí similar, en una exaltada cultura de veneración de ídolos de diosas, reemplazando el énfasis anterior en el alma abstracta y su potencial espiritual en la filosofía religiosa. Una creciente exaltación religiosa externalizada, politizada, se correspondía con una violenta prole de “devotos sexuados” que reemplazó al apasionado ejército de cadetes de la era nacionalista. 

Temeroso de la muerte del Self, el sujeto puede a menudo buscar medios exteriorizados de vivacidad psíquica, ya sea por la vía de una devoción violenta, o de la hipersexualidad, o de actos apasionantes. Al tornar sistémica la alabanza de lo religioso junto con la virilidad patriarcal, la adhesión colectiva de la India independizada a la madre-diosa promovió una nueva escisión entre el cuerpo real de la mujer y su imagen cultural proyectada de la madre-diosa ideal. Esa frenética y compulsiva necesidad imaginativa pretendía compensar el vacío del cuerpo real de la mujer. Fue así que el cuerpo real, de carne y hueso, de la mujer, su feminidad, su sexualidad, su subjetividad, pasaron a ser “la otra culminación” que debía ser atacada: una “falacia/faloacia”6 que sustituyó convenientemente al antiguo “enemigo extranjero colonizador” con esta nueva mujer emergente en la India. Esta última debía ser, o bien eliminada como “cuerpo extraño”, o “purificada” y modificada con el fin de asemejarse a la diosa venerada. La creciente y brutal violencia ejercida contra las mujeres en la India (sus mujeres independientes, lesbianas, transgénicas), tanto en ámbitos rurales como urbanos, expone la dicotomía de una horrible idolatría devoradora de la madre-diosa y el acuciante desdén por la mujer de carne y hueso. Así, basada en la desmentida de la mujer real, de su cuerpo muerto, emergió la nueva imaginación femenina violenta, cultural y religiosa, de la India, aplaudida por sus ideólogos fálicos y por los políticos derechistas.

(Traducción de Leandro Wolfson)
1 basak.jhuma@gmail.com. Sociedad Psicoanalítica India (IPS).
2 Estados, fronterizos entre sí, del norte de la India. Uttar Pradesh es el más poblado del país. (N. del T.)
3 (N. de E.). La “agencia humana” se define como la capacidad socioculturalmente mediada de actuar. En las ciencias sociales la agencia es la capacidad de los individuos de tener el poder y los recursos para desarrollar su potencial. Clase social, religión, género, etnicidad, habilidad, costumbres, etc., determinan o limitan a los agentes y sus decisiones (en Barker, Chris, 2005. Estudios culturales: Teoría y práctica. Londres: Sabio, ISBN 0-7619-4156-8, p. 448).
4 Las itálicas son mías (J. B.)
5 Bangladesh (nombre que significa “nación de Bengala”) perteneció a Pakistán y obtuvo su independencia en 1971. Situada al nordeste de la India, limita con Myanmar (ex Birmania) y en su costa meridional da al golfo de Bengala. La región de Bengala (mencionada más adelante) abarca Bangladesh y el estado de Bengala Occidental, perteneciente a la India. Antes de 1947 la región de Bengala formaba parte, en su inmensa mayoría, de la provincia india británica de Bengala. (N. del T.)
6 El autor hace un juego de palabras entre “fallacy” (falacia) y “phallacy”, neologismo que hemos traducido como “faloacia”. (N. del T.).

Descriptores: SOCIEDAD / CULTURA / MUERTE / VIOLENCIA / CULPA / PROBLEMA SOCIAL / PODER /  MUJER  / SEXUALIDAD  / CUERPO / VIÑETA CLÍNICA / SUBJETIVIDAD / FAMILIA / MADRE / PADRE

Candidatos a descriptores: PANDEMIA / COVID-19 / RITO FUNERARIO / POBREZA


Abstract

Dynamics of violence in everyday life: the Indian context

This paper unveils a complex web of meanings and symbols that intertwine in Indian culture and society. It shows how certain metaphysical constructions of Eastern philosophy may be masking processes of oppression and systematic subjugation of female subjectivity in contemporary India. The author leads us down a path of introspection and questioning, exposing the influence of community culture on how people cope with loss and how it can generate transgenerational guilt. The difficulty in mourning the loss of loved ones and the exploitation of death by the health industry are presented as manifestations of the fragility of social and structural ties in Indian society.
The author also examines Foucault’s concept of biopower, which controls human life and whose violence is directed not at living beings, but at sexed subjects and their forms of enjoyment. The clandestine and seductive violence that manifests itself in everyday life is the established embodiment of existence, which urges the self to subordinate the reality principle in a structural and systemic way. In the Indian context, it is shown how the methodical construction of a brutal patriarchal order, in which woman is the “excluded other” to be eliminated, has been installed in the culture through the taboo of menstruation and the construction of the ideal mother-goddess figure. This split between a woman’s real body and her projected cultural image generates brutal violence against women in India.
Ultimately, this paper and its clinical vignettes invite us to reflect on the interconnectedness of the different dimensions of Indian culture and society and their impact on the subjectivity of individuals, questioning the cultural and political structures that sustain the systematic oppression and subjugation of certain social groups.


Resumo

Dinâmica da violência na vida cotidiana: o contexto da Índia  

Neste escrito, desvela-se uma complexa rede de significados e símbolos que se entrecruzam na cultura e na sociedade indiana. Mostra-nos como certas construções metafísicas da filosofia oriental podem estar mascarando processos de opressão e subjugação sistemática da subjetividade feminina, na Índia contemporânea. O autor nos conduz por um caminho de introspecção e questionamento, expondo a influência da cultura comunitária na forma em que as pessoas enfrentam a perda e como pode gerar uma culpa transgeracional. A dificuldade para viver o luto pelos entes queridos e a exploração da morte por parte da indústria sanitária se apresentam como manifestações da fragilidade dos laços sociais e estruturais da sociedade indiana. Igualmente, o autor nos apresenta o conceito de biopoder de Foucault, que controla a vida humana e a sua violência se dirige não aos seres viventes, senão aos sujeitos sexuados e as suas formas de prazer. A violência clandestina e sedutora que se manifesta na vida cotidiana é a encarnação estabelecida da existência, instando ao ego a subordinar o princípio de realidade de um modo estrutural e sistêmico. No contexto da Índia, evidencia-se como a construção metódica de uma ordem patriarcal brutal, na qual a mulher é o “outro excluído” que devia ser eliminado, instalou-se na cultura indiana através do tabu da menstruação e da construção da figura da mãe-deusa ideal. Esta cisão entre o corpo real da mulher e a sua imagem cultural projetada cria uma violência brutal contra as mulheres na Índia. Definitivamente, este escrito e as suas vinhetas clínicas nos convidam a refletir sobre a interconexão das distintas dimensões da cultura e da sociedade indiana e o seu impacto na subjetividade das pessoas, questionando as estruturas culturais e políticas que mantêm a opressão e subjugação sistemática de certos grupos sociais.


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