Comprensión del trauma infantil y reacción oportuna
Steven Marans1
Resumen
En este trabajo describimos algunos intentos, basados en el psicoanálisis, de profundizar nuestra comprensión de los fenómenos traumáticos y aplicarla al desarrollo de estrategias de intervención fructíferas y enfoques del tratamiento capaces de aliviar el sufrimiento inmediato y la carga emocional que padecen a largo plazo los niños que han sido víctimas o testigos de hechos de violencia y otros acontecimientos traumáticos.
En su artículo de 1968, “Indicaciones y contraindicaciones para el análisis de niños”, Anna Freud examinaba el dilema que suelen enfrentar los analistas cuando su evaluación de un caso les indica que el daño sufrido por un niño en su desarrollo “ha sido causado y mantenido por influencias aún activas y vigentes de su entorno” (p. 115). Señalaba que frente a estos factores tóxicos externos “[… ] todos los aspectos de la personalidad del niño son afectados negativamente, a menos que se disponga de fuentes bien definidas de recursos y apoyo”. Puntualizaba, además, que si bien el niño que es víctima de estos factores necesita ayuda terapéutica, no está claro qué tipo de ayuda puede brindársele “ni se encuentra claramente definido el papel del terapeuta en este proceso” (p. 115).
Más allá de mi labor clínica en el consultorio o de mi rol como docente y supervisor, he dedicado gran parte de mi trabajo como psicoanalista a comprender el efecto traumático de tales “factores tóxicos externos” en la vida de los niños. También he intentado aprender cuál es el tipo de ayuda terapéutica capaz de aliviar los efectos a largo plazo de una experiencia traumática en el desarrollo en curso de la personalidad del niño. Las colaboraciones y enfoques de tratamiento fundados en el psicoanálisis que describiré aquí derivaron del hecho de que el trauma sufrido por gran número de niños y familias asolados por la violencia y otros sucesos terribles era y es a menudo poco reconocido, y muy pocas veces llega hasta nuestros consultorios o clínicas.
En las tres últimas décadas, la colaboración del Centro Yale para el Estrés Traumático y la Recuperación (YCTSR, por su sigla en inglés) con organismos de aplicación de la ley, servicios de protección a la infancia, evaluadores forenses de hechos de violencia ejecutados contra niños, personal de guardias pediátricas, así como organismos estaduales y federales de Estados Unidos; nos ha hecho involucrarnos con miles de niños y sus familias. Los sucesos que nos llevaron a tomar contacto con esos casos incluyeron: asesinatos, suicidios y suicidios dudosos que podían ser asesinatos, violencia doméstica, agresiones sexuales, maltrato físico y abandono, accidentes viales, así como acontecimientos con gran cantidad de víctimas, como el ataque terrorista del 11 de septiembre, las catástrofes naturales y las masacres en centros educativos (incluidas las de Newton y Uvalde)2. Nuestra relación con los pacientes varió de respuestas inmediatas, pasando por breves contactos de seguimiento durante el período peritraumático (o sea, las doce semanas posteriores al suceso traumático), hasta tratamientos clínicos más extensos.
Anatomía de una pesadilla
Para aproximarnos un poco a las experiencias infantiles de sucesos traumáticos, imaginemos por un momento qué recuerdo tenemos de cuando éramos niños y nos despertábamos con una pesadilla. El corazón nos latía fuerte, la respiración se nos había acelerado, nuestros pensamientos eran muy confusos: tratábamos de determinar qué había de real en el terror amenazador que nos había despertado. En esos instantes posteriores a una pesadilla, muchos de nosotros buscábamos automáticamente alguna fuente de alivio y de seguridad. A veces la buscábamos en la presencia de otras personas y nos quedábamos acongojados y mudos frente a nuestros padres, que quizá nos habían inquirido, solícitamente, qué mal sueño habíamos tenido, antes de decirnos que volviéramos a la cama. Sin tener mucho para decir, tal vez nos repetían, a la manera de un mantra, que “no fue más que un sueño”, y retornábamos a nuestras habitaciones. Algunos no teníamos a nadie a quien recurrir. Hacíamos lo mejor que podíamos: encendíamos alguna luz y tratábamos de evitar volver a dormirnos porque el origen de nuestro terror residía en los sueños. Atentos a los esperanzadores atisbos de realidad y a las dudas que aún nos quedaban de que esas amenazas percibidas solo existieran en nuestra mente, hacíamos cuanto podíamos para “cambiar de canal”, inhibiendo la involuntaria reiteración instantánea de los temas que nos suscitaban temor o terror. Más allá de las variadas situaciones individuales en que se daban estas pesadillas, todas ellas tenían en común determinados temas subyacentes y ciertas versiones de sus efectos aterradores.
Como psicoanalistas, conocemos mucho los peligros y temores psíquicos de los cuales todos nos defendemos, nuestra vida inconsciente. Independientemente de la experiencia directa de tener una pesadilla, nuestra labor clínica –y nuestra propia vida– nos recuerda periódicamente cuáles son las fuentes de temor y de peligro más prominentes que residen en nuestro mundo interior inconsciente: 1) la pérdida de nuestra vida y de la de los seres queridos de quienes dependemos; 2) la pérdida del amor de los demás y de nuestro amor por nosotros mismos; 3) las lesiones que puede sufrir nuestro cuerpo, capaces de impedir nuestro funcionamiento normal; 4) la pérdida del control de nuestros impulsos, de nuestros afectos, y del pensamiento integrador, y 5) la pérdida de la estructura externa de previsibilidad y orden en que se basa la anticipación y planeamiento de nuevos proyectos y la reacción ante estos.
Sabemos muy bien que esta vasta serie de peligros que nutren nuestras pesadillas acechan también en el trasfondo de nuestra vida de vigilia. Si bien nuestros empeños por controlarlos se cobran a veces un alto precio, nuestra experiencia de las señales de angustia nos alerta, prepara y capacita para adoptar medidas de defensa protectoras. Y en los momentos posteriores a una pesadilla, el temor y la excitación disminuyen, se reafirma la realidad, y el dormir puede una vez más brindarnos la oportunidad de desarrollar múltiples narrativas que brindan una opción gratificante frente a los aspectos temibles de nuestra imaginación.
Sin embargo, cuando los temas que subyacen en nuestras pesadillas se presentan inesperadamente en la vida real, nuestra capacidad para reivindicar rápidamente la distinción entre el mundo externo y el interno y volver a dormirnos no es, simple y trágicamente, una opción válida. A diferencia de la pesadilla, en la situación traumática convergen nuestros más potentes temores inconscientes y su súbita concreción en sucesos sobre los cuales no tenemos control alguno y de los que no podemos escapar.
Definición y fases del trauma
Definimos la situación traumática como una herida precipitada por la exposición a un peligro imprevisto y avasallador, que lleva a una experiencia inmediata de descontrol, desvalimiento y terror, en la que está ausente la señal de angustia y resultan inoperantes los métodos habituales para reducir la intensa activación asociada con el peligro (reacciones de lucha o huida) o defenderse contra ella; y existe una desregulación neurofisiológica que compromete las respuestas somáticas, afectivas, cognitivas y conductuales a los estímulos.
Expuestos a sucesos traumáticos, las reacciones de los niños pueden ocurrir o manifestarse en tres fases: 1) la fase aguda, que se inicia en los momentos inmediatamente posteriores al suceso y dura varios días; 2) la fase peritraumática, hasta la duodécima semana; y 3) el largo plazo, después de la 12ª semana posterior a la experiencia traumática, en el cual aparecen trastornos como el estrés postraumático y otros semejantes, que reflejan desde una adaptación crónica hasta la imposibilidad de recuperación, y perturban y desbaratan la trayectoria evolutiva óptima del niño.
En los niños, los problemas inmediatos o agudos se trasuntan en síntomas que se presentan en las siguientes áreas: a) somáticos (v. gr., aumento del ritmo cardíaco, cambios en la respiración); b) afectivos (v. gr., embotamiento, consternación, confusión caótica); c) cognitivos (v. gr., autoinculpaciones, fallas en el funcionamiento ejecutivo y en la integración); d) conductuales (v. gr., retraimiento, agitación, agresividad).
Los síntomas peritraumáticos trasuntan una manifestación más orgánica y persistente de la desregulación traumática, y abarcan una gama que incluye: perturbaciones del dormir (incluidas crecientes pesadillas), angustia de separación, conductas demasiado dependientes, estado de alerta exagerado, afecciones somáticas, irritabilidad y espíritu de contradicción, regresión, impulsividad, dificultad para concentrarse, revivenciación y nueva puesta en acto del suceso traumático en sus conversaciones y juegos, emociones atenuadas, embotamiento y aislamiento social, evitación de ciertos lugares y actividades, disociación, agresividad, dificultades escolares, conductas riesgosas.
Muchos niños y adolescentes que han manifestado el efecto traumático de haber estado expuestos a hechos violentos se recuperan y continúan con lo que Anna Freud llamó “un sendero óptimo de desarrollo”. No obstante, en el caso de demasiados niños, su última experiencia de peligro incontrolable es para ellos algo muy conocido y, con harta frecuencia, tramitado sin recursos internos, familiares y ambientales para recibir apoyo y restablecerse.
Si un niño no logra recuperarse de las reacciones o síntomas agudos y peritraumáticos, a largo plazo aparecerán alteraciones en sus sistemas neuronales básicos, así como adaptaciones sintomáticas crónicas. Todo esto puede modificar gravemente el curso normal de desarrollo del niño y generar consecuencias fisiológicas, psicológicas y sociales para toda la vida. Mencionemos algunas: problemas vinculares y relacionales; trastorno de estrés postraumático; trastorno de angustia; trastornos del estado de ánimo; abuso de sustancias tóxicas; conducta antisocial, violenta o abusiva; enfermedades crónicas, y trastornos del carácter. Estos desenlaces de largo plazo no solo constituyen una enorme carga que el trauma irresuelto le impone al sujeto, sino también a los miembros de su familia y de su comunidad. Estos efectos más generales son aún más profundos y críticos si tenemos en cuenta la cantidad de niños que sufren, en el corto y largo plazo, por haber estado expuestos a una violencia avasalladora y otros sucesos tremendos.
Comprensión de los síntomas de los niños traumatizados
Como ocurre con las pesadillas, luego de la desregulación traumática aguda o inmediata de las funciones yoicas ejecutivas, los sistemas fisiológicos de activación y la experiencia somática y cognitiva, el niño traumatizado busca protegerse, anular su vivencia de desvalimiento asumiendo una postura alerta ante el mundo externo, en el que “ubica” el origen del peligro en un empeño por desarrollar estrategias que eviten su repetición. Con el propósito de revertir la experiencia traumática, el niño procura asumir el control reinstalando la señal de angustia y adjudicando la amenaza a alguna fuente identificable. Si es posible localizar el peligro en lo externo y prevenirlo, pueden tomarse medidas para evitar quedar pasivo, desvalido y descontrolado una vez más. Sabemos, empero, que los síntomas de evitación y los intentos de control se cobran su precio, ya que el niño intenta eludir la activación de los temores humanos más básicos. El desafío de recobrar el control personal se exacerba si la experiencia traumática original de descontrol se reitera cuando ciertos cambios fisiológicos –en particular la desregulación del sistema noradrenérgico– vuelven al cuerpo más vulnerable a una disminución del umbral de cambios veloces y sorprendentes en el ritmo cardíaco, la respiración y la tensión muscular. Estos cambios somáticos pueden ser particularmente angustiantes cuando el individuo es incapaz de discernir a conciencia los elementos desencadenantes que les dieron origen.
Múltiples factores contribuyen al grado en que prevalece el efecto traumático: la proximidad física o emocional a un peligro abrumador; una vulnerabilidad evolutiva preexistente; antecedentes de traumas significativos; el grado de desazón de las personas que deben brindar cuidados; la disrupción continua de las rutinas cotidianas. Por otra parte, los dos elementos predictores más certeros de una evolución postraumática deficiente son: 1) la incapacidad de reconocer la angustia postraumática del niño, y 2) la falta de apoyo familiar y social.
El gran número de niños que corren peligro de no recuperarse del trauma puede abrumarnos, no obstante lo cual si aplicamos lo que sabemos de los traumas, así como de los factores protectores de la identificación temprana y el apoyo social, hay motivos para tener esperanzas en lo que podemos hacer.
El desarrollo del niño y la vigilancia comunitaria
La coordinación de las tareas de vigilancia comunitaria con las vinculadas a la salud mental se originó en New Haven, Connecticut, a comienzos de la década de 1990 debido a la inquietud y frustración existentes en torno a las necesidades insatisfechas de los niños traumatizados y sus familiares. A los funcionarios policiales les indignaba particularmente que en los llamados que se hacían a la policía se encontraran con un gran número de niños que jamás habían recibido alguna forma de intervención o cuidado relacionados con el trauma vivenciado. Aprendiendo unos y otros de sus respectivos enfoques profesionales, y observando a los niños y familias a través de la mirada de personas con otra actividad profesional, con el tiempo se creó un enfoque denominado “Vigilancia Comunitaria para el Desarrollo del Niño” (CD-CP por su sigla en inglés), que comprendió los siguientes elementos:
- Formación de todos los funcionarios policiales en los principios psicoanalíticos acerca de la conducta humana y el desarrollo del niño; acciones policiales bien informadas sobre los traumas al ser llamados por hechos de violencia y otros sucesos tremendos.
- Capacitación de todos los clínicos que trabajaban en el sistema CD-CP sobre elementos básicos de las operaciones, responsabilidades, estructuras y reacciones de la policía, incluidos el patrullaje, la preservación de la escena del suceso, la investigación, la averiguación de las causas probables y el uso de la fuerza.
- Creación de un servicio de atención permanente de consultas telefónicas y asistencia inmediata, y visitas de seguimiento combinadas de un agente policial y un clínico o defensor de menores a las víctimas y sus familias, luego de haber sido solicitada la ayuda policial por primera vez.
- Conferencias semanales de revisión de casos con asistencia de policías, especialistas en salud mental y miembros de servicios de protección infantil con el fin de planear el seguimiento de los casos y las medidas a tomar, basadas en las necesidades establecidas por el equipo multidisciplinario.
Esta colaboración ya lleva treinta años y permitió reconocer que, con una apropiada capacitación recíproca, las fuerzas policiales y los especialistas en salud mental pueden identificar con eficacia a los niños en peligro como consecuencia de su exposición a hechos traumáticos ante los cuales se llama habitualmente a la policía. Con su acción conjunta, los asociados del sistema CD-CP están en condiciones de iniciar intervenciones inmediatas capaces de reducir el agudo sufrimiento provocado por la desregulación traumática y reducir las consecuencias desfavorables a largo plazo asociadas con las dificultades para la recuperación. Desde los orígenes de su colaboración, en 1991, el Centro Yale para el Estrés Traumático y la Recuperación y el Departamento de Policía de New Haven han actuado conjuntamente en el plano local para atender a más de 15.000 niños y sus familias. El programa de Vigilancia Comunitaria para el Desarrollo del Niño ha sido reproducido y adaptado por numerosas comunidades de Estados Unidos y otros países, y continúa suministrando la capacitación y asistencia técnica requeridas por las comunidades que desean adoptar el modelo CD-CP.
Al responder de inmediato en el lugar donde ocurren los hechos, el equipo clínico-policial trabaja de consuno para restablecer el orden y la estabilidad psicológica de las víctimas, evaluar y atender sus necesidades básicas, incluida su seguridad directa, considerar la situación de los miembros de la familia en materia de conducta sana y brindarles información sobre posibles reacciones postraumáticas y estrategias básicas para la atenuación de los síntomas específicos de cada fase, así como derivarlos para su atención clínica posterior. Veamos la siguiente viñeta.
Mike
Mike, un niño de nueve años, asistió a la muerte a balazos de John, un vecino de 16 años al que él idolatraba. Estaban jugando al básquetbol cuando John le aplicó un puñetazo a un jugador rival, quien lo había acusado de hacer trampa. Los dos adolescentes se trenzaron en una pelea que culminó cuando el rival de John sacó un arma y le disparó dos tiros en el pecho. John murió casi de inmediato. Mike y su madre fueron entrevistados a pedido suyo por el clínico de nuestro equipo que acudía en estos casos, inmediatamente después de que lo hiciera la policía. En esa fase aguda de la intervención, el terapeuta le pidió a Mike que hiciera unos dibujos, sin sugerirle nada acerca de su contenido. Enseguida el chico trazó un dibujo tras otro en los cuales el atacante y su arma eran cada vez más grandes, en tanto que el niño y su amigo adolescente se volvían cada vez más pequeños, hasta terminar siendo meros puntos en la hoja.
En las semanas siguientes, Mike tuvo frecuentes pesadillas; tanto en la escuela como en el hogar estaba irritable e inició peleas físicas crecientes con su hermano menor y sus compañeros. Antes del episodio, a Mike le iba bastante bien en la escuela; pese a que su padre abandonó el hogar cuando el niño tenía tres años, la madre comentó que no había habido en su historia nada fuera de lo común. Su única inquietud era que Mike pasaba mucho tiempo fuera del hogar; a menudo se quedaba varias horas solo o viendo jugar al básquet a otros chicos en el estadio donde había ocurrido la tragedia.
En la psicoterapia que recibió Mike durante ocho meses a razón de dos veces por semana, sus dibujos y relatos concomitantes se tornaron cada vez más elaborados. En ellos revelaba el papel central que había tenido John en su vida interior, como el representante más próximo de un padre apenas recordado y muy idealizado: una figura fuerte, competente, muy interesada en él. Describió crecientemente de qué manera la atención que le brindaba John (que le permitía quedarse junto a él en la cancha de básquet y de vez en cuando le enseñaba a tirar al aro) contrastaba con los rezongos e inquietudes de su madre acerca de su seguridad, que a él lo hacían sentirse como un bebé. Volvía reiteradamente al momento en que John fue baleado y a su sensación de incredulidad y confusión, convertida luego en dolor, furia y culpa. Al describir la perdurable imagen de John cayendo al suelo con una expresión de sorpresa, pudo poner en palabras la esencia de ese momento traumático: la figura representativa de la fuerza y la competencia, con quien se había identificado tan a fondo, podía caer igual que un bebé indefenso y abandonarlo. Al reconocer el nexo entre el pasado y el presente, asociado con el anhelo de un padre y un amigo que ahora lo “abandonaba”, Mike y su terapeuta pudieron comenzar a dotar de sentido a su irritabilidad y sus peleas, que le servían para recuperar su poder, expresar su furia y defenderse de los sentimientos indeseados, propios de un “bebé”, ligados a su anhelo del padre y el amigo. Más importante quizá fue que Mike pudo admitir que su conducta de “matoncito” era un deseo de revertir su experiencia traumática original. En Mike convergían peligros internos y externos de pérdida, vulnerabilidad y daño corporal, conducta alocada y desvalimiento total. Su descontrol traumático no solo confirmaba su propia percepción de “ser un bebé” sino que destruía, nuevamente, su necesaria idealización de una figura paterna/masculina con la que poder identificarse. Se lo alertó a que estuviera más atento a aquellas situaciones en las que él sentía atacada su competencia o idoneidad –ya se tratara de una broma de sus compañeros o de su hermano menor, o de las inquietudes y expectativas de su madre– y que pudiera provocar sus airados contraataques. Su irritabilidad y conducta pendenciera disminuyeron y con el tiempo desaparecieron por completo, al igual que las pesadillas que encerraban su terror y lo privaban de la seguridad del dormir.
Además de las sesiones individuales con Mike, el terapeuta también se reunió con él y su madre. A medida que pudieron discernir sus conductas problemáticas como “síntomas” y como el origen de sus luchas o peleas, Mike comenzó a sentir, de parte de su madre, un tipo de apoyo muy diferente. Al dejar atrás su frustración, sus luchas airadas y su inquietud, la señora R. comenzó a señalarle a Mike cuándo, a su juicio, él estaba pasándola mal y colaboró en recordarle que pelearse con otros chicos no iba a hacer que desapareciera su malestar respecto de lo sucedido a su antiguo amigo, ni que él se sintiera mejor consigo mismo. A su vez, Mike dejó de sentirse tratado como un “bebé” por su madre y comenzó a reconocer su auténtica necesidad de que ella le brindara atención y apoyo en los momentos en que él estaba tan entristecido y desazonado. Lo que le había pasado a su amigo estaba fuera de su control, pero en cambio podía enorgullecerse de su creciente capacidad de controlar los síntomas que eso había provocado.
Los progenitores y cuidadores como mediadores
Un concepto central del psicoanálisis de niños es que en cada fase del desarrollo, el rol primordial de los adultos que los tienen a su cuidado es ayudarlos a confiar en su propia capacidad de intervenir en sus experiencias internas y externas y dominarlas. Como ilustra el ejemplo de Mike, cuando el nivel de estimulación o de demanda supera la capacidad de intervención del niño el riesgo de sobreestimulación o de angustia es mayor, como lo es también la necesidad de que los adultos intervengan con su apoyo y su amortiguación del impacto. Este rol es particularmente decisivo cuando el niño se ve obligado a lidiar con sucesos abrumadores y la sobreestimulación alcanza proporciones traumáticas, para procesar la cual no tiene ni la capacidad cognitiva ni la madurez psicológica indispensables.
Con el sistema de colaboración CD-CP enfrentamos la necesidad de una estabilización inmediata y la temprana identificación de los niños necesitados de atención clínica; este sistema nos brindó diversas oportunidades de observar periódicamente en forma directa a los niños y sus progenitores en todas las fases de la reacción traumática. Estas observaciones generaron la creación de un tipo de tratamiento peritraumático precoz, que denominamos “Intervención ante el Estrés Traumático del Niño y la Familia” (CFTSI, por su sigla en inglés), fundado en el papel central de los padres como mediadores y en la importancia crítica de la capacidad de autoobservación del niño para establecer el orden y el control ante una desregulación traumática.
El modelo CFTSI
El CFTSI es un modelo de tratamiento basado en el psicoanálisis y en la teoría del desarrollo del niño, que se aplica en 5 a 8 sesiones. Ha demostrado su eficacia para reducir los síntomas del estrés traumático y mejorar o eliminar el trastorno por estrés postraumático y otros cuadros similares. Fue creado expresamente para ser implementado con niños y adolescentes y las personas que los tienen a su cuidado, ya sea en el período inmediato o el peritraumático, o después del descubrimiento formal reciente de un abuso físico o sexual (v. gr., en una intervención forense). El CFTSI se centra en lo siguiente: 1) establecer un marco de referencia común para el niño y sus progenitores en torno al fenómeno traumático y los síntomas que provocó; 2) incrementar la valoración de esos síntomas por parte de los progenitores en el marco de las fases de desarrollo y la historia evolutiva del niño; 3) maximizar la capacidad de autoobservación del niño y los padres: 4) mejorar la comunicación del niño con las personas que lo atienden en torno a los síntomas traumáticos; 5) suministrar estrategias para ayudar al niño y a la familia a dominar las reacciones traumáticas. Además, el modelo CFTSI mejora la selección y evaluación inicial del niño afectado, brinda una oportunidad para comprobar las necesidades del niño e introduce, sin solución de continuidad, un tratamiento de más largo plazo cuando así esté indicado. El CFTSI se ha aplicado también a niños pequeños, de 3 a 6 años, y a los que han sido ubicados en fecha reciente en un hogar de acogida.
El CFTSI es un método de intervención manual, acompañado por un protocolo de capacitación estandarizado, y es el único tipo de tratamiento basado en datos documentales para la primera fase de las reacciones postraumáticas. Un primer ensayo controlado aleatorio demostró que los niños que habían recibido el CFTSI tenían un 65% menos de probabilidades de cumplir con todos los criterios del DSM-IV respecto del trastorno por estrés postraumático en comparación con un método protocolizado de tratamientos más tradicionales, y un 73% menos de probabilidades de cumplir, parcial o totalmente, con los criterios de dicho trastorno tres meses después de haber completado el tratamiento.
Numerosos estudios posteriores han repetido estos hallazgos y demostrado constantemente una mejora significativa en la comunicación entre el niño y sus progenitores o cuidadores en torno a los síntomas del trauma. Lo típico era que los niños que participaron en estos estudios tuvieran amplios antecedentes traumáticos antes de ser derivados al método CFTSI. Por otra parte, no fue menos significativo que los progenitores o cuidadores que participaron en el CFTSI también experimentaran una disminución clínicamente importante de sus síntomas por estrés postraumático.
Lo más corriente es que los niños sean derivados al CFTSI por la policía, las guardias pediátricas, los servicios de protección a la infancia, los médicos forenses encargados de evaluar un abuso infantil y los profesionales médicos –todos aquellos que mantienen un contacto temprano con niños expuestos a hechos de violencia y otros sucesos terribles que los hacen correr un mayor peligro de estrés postraumático.
En Estados Unidos y Europa, han sido capacitados en el método CFTSI más de 1.500 profesionales de la salud mental, muchos de los cuales participan actualmente de un ensayo amplio del modelo que abarca más de 3.500 casos.
Conclusiones
Un aspecto central del proceso psicoanalítico de acción terapéutica es la observación minuciosa de los fenómenos, su designación con los términos apropiados, y luego la exploración de lo que se ha visto y la averiguación de su sentido. En la asociación que creamos con profesionales que no pertenecían al ámbito del psicoanálisis clínico tradicional aplicamos estos mismos principios. Empezamos por conocer las opiniones de nuestros socios sobre los niños que veíamos en común, después buscamos un lenguaje común para articular nuestras observaciones compartidas, y a continuación tradujimos nuestros hallazgos en nuevos enfoques que abordaran mejor la gama de desafíos que enfrentan los niños traumatizados y sus familiares.
En forma análoga, la oportunidad de observar más minuciosamente los fenómenos de la experiencia aguda y peritraumática brindada por el sistema colaborativo Vigilancia Comunitaria para el Desarrollo del Niño llevó a la génesis de un nuevo tipo de intervención temprana capaz de lidiar con el sufrimiento inmediato de estos niños, contribuir a aliviar el impacto a largo plazo en su desarrollo e identificar con más claridad a los niños que necesitan un tratamiento de mayor duración. El modelo de Intervención ante el Estrés Traumático del Niño y la Familia implica la integración del creciente cuerpo de conocimientos sobre la fenomenología del trauma infantil que han aportado la neurobiología y la psicología cognitiva con la rica teoría psicoanalítica sobre la compleja interacción entre el mundo externo y el interno, así como sobre la trayectoria evolutiva de una mente en desarrollo.
Como psicoanalistas clínicos, nuestro mejor aporte se da cuando adherimos a nuestras tradiciones más fundamentales de observar de cerca y esforzarnos por ver el mundo a través de los ojos o la experiencia de los demás. A lo largo de la historia del psicoanálisis, cuando vemos más allá de nuestro consultorio no solo ampliamos nuestra teoría acerca del desarrollo y el funcionamiento humanos, sino también el alcance de su aplicación más allá del pequeño número de personas que acuden a nuestros gabinetes de trabajo. El hecho de trabajar en una serie de entornos en los que hay niños en riesgo les ha permitido a los psicoanalistas clínicos aproximarse a fenómenos observables en su despliegue, a los que de otro modo no podrían asistir en forma directa. Esto ha llevado a gestar nuevas opciones para lidiar con algunas de las consecuencias psíquicas y adaptativas de ciertos fenómenos abrumadores en el desarrollo progresivo óptimo de muchos niños asediados por la adversidad o por acuciantes problemas sociales sanitarios. En una situación de exposición a la violencia y al trauma, la aplicación de los principios psicoanalíticos ha ofrecido a las instituciones y profesionales cuya asistencia es regularmente requerida, desafiados en su intento de responder a los niños afectados, alternativas frente a la evitación y huida tan naturales ante situaciones abrumadoras de miedo y desvalimiento. Y cuando hemos tenido éxito en nuestra aplicación de lo aprendido conjuntamente, los niños que son el objeto de nuestra preocupación ya no están solos en su sufrimiento, y la desesperación que tan a menudo sigue a un descontrol traumático puede ser sustituida por apoyo, dominio, recuperación y esperanza.
(Traducción de Leandro Wolfson)
1 steven.marans@yale.edu. Miembro de la Asociación Psicoanalítica Americana.
2 El 14 de diciembre de 2012 un individuo asesinó a 20 niños y 6 adultos en la escuela primaria Sandy Hook, de la localidad de Newton, estado de Connecticut; el 24 de mayo de 2022 un exalumno de la escuela primaria Robb, en la localidad de Uvalde, estado de Texas, acabó con la vida de 19 niños y dos profesoras. (N. del T.)
Descriptores: SITUACIÓN TRAUMÁTICA / NIÑO / PESADILLA / TRAUMA / ATENCIÓN / CASO CLÍNICO / FAMILIA / TRATAMIENTO
Abstract
Understanding childhood trauma and giving a timely response
This paper describes some attempts, based on psychoanalysis, to deepen our understanding of traumatic phenomena and apply it to the development of successful intervention strategies and treatment approaches capable of alleviating the immediate suffering and long-term emotional burden experienced by children who have been victims or witnesses of violence and other traumatic events.
Resumo
Compreensão do trauma infantil e reação oportuna
Neste trabalho, descrevemos algumas tentativas baseadas na psicanálise para aprofundar a nossa compreensão dos fenômenos traumáticos e aplicá-la ao desenvolvimento de estratégias de intervenção frutíferas, e enfoques do tratamento capazes de aliviar o sofrimento imediato e a carga emocional que sofrem em longo prazo as crianças que foram vítimas ou testemunhas de casos de violência e outros acontecimentos traumáticos.
BIBLIOGRAFÍA