A DESTIEMPO
Jorge Bruce1
“Ya estoy lista para escribir de nuevo. Como un soldado en posición de tiro, el dedo índice en el gatillo. La escritura aparece antes de escribir, como una misión, un antídoto, como morfina. El llamado estilo no es otra cosa que evitar que el gatillo se dispare a destiempo”.
Ariana Harwicz
Resumen
El autor subraya el hecho de que durante décadas en América Latina se ha trabajado como si el método pudiera ser importado sin tener en cuenta las peculiaridades de la región. Resalta que Latinoamérica es, por su desfase histórico respecto de las otrora potencias coloniales, un lugar “privilegiado” para vérselas cara a cara con poblaciones víctimas de toda suerte de discriminaciones y maltratos, pese a que no suelan ser quienes acuden a los consultorios (generalmente ubicados en burbujas urbanas, simbólica –y a veces literalmente– amuralladas). Propone construir un psicoanálisis criollo (Bruce, 2015), aprendiendo de los grandes maestros del psicoanálisis, sin dejar de lado la urgencia de adecuar el instrumento.
Hace referencia a ejemplos clínicos. El primero, de supervisión clínica hospitalaria, remite al tema del racismo.El segundo muestra de qué modo el análisis se topa con una suerte de “lecho de roca”, que devela que todo lo que aparentemente separa –etnia, clase social, posición socioeconómica– es lo que puede permitir recuperar el espíritu aventurero, explorador, creativo, del psicoanálisis freudiano, para desarrollarlo y refundarlo.
Parte I
El filósofo –aunque él asegura que es solo un profesor– español Fernando Savater (1985) ha trazado un interesante paralelo entre las historias del cine y el psicoanálisis, cuyas trayectorias van de la mano, pues nacen en la misma época. En 1895 los hermanos Lumière hacen las primeras exhibiciones públicas de su invento, el mismo año que Freud y Breuer publican sus Estudios sobre la histeria. Leyéndolo, pensé que la contemporaneidad no es el único paralelismo. En ambas trayectorias, un grupo de aventureros y exploradores del fin de la noche o el corazón de las tinieblas fueron cediendo su lugar a aplicados especialistas, duchos en el uso de la técnica y apegados a los límites consignados en los manuales de buenos modales cinematográficos o analíticos. Este culto del dogma versus el episteme tiene aires de familia –el título del gran ensayo del mexicano Carlos Monsiváis (2002) sobre las culturas latinoamericanas– con el fanatismo y la rentabilidad.
Lo citado en el primer párrafo no es excepcional. Más bien parece ser el sino de los grandes descubrimientos de la humanidad. De ahí que resulte esencial combatir ese anquilosamiento intrínseco tanto a los organismos como a las organizaciones, el cual puede llevar no solo al envejecimiento de la escucha y la mirada; asimismo, como queda dicho, al amurallamiento fanático y la monetización del tiempo con miras a recuperar la inversión efectuada, a menudo considerable. Otra paradoja de estos tiempos convulsos es que la múltiple crisis mundial de los últimos años nos proporciona una oportunidad invalorable para cuestionarnos al respecto. Hemos mencionado las murallas, lo cual evoca una multiplicidad de imágenes. Vamos a quedarnos con dos de estas: fronteras y bárbaros.
Las fronteras crean, entre muchas otras consecuencias, un género literario que, como se dice inmejorablemente en francés, me tient à cœur. Existe un extenso corpus acerca de la literatura de la frontera. Es célebre la BorderTrilogy de Cormac McCarthy (1999). Dino Buzzatti se aventuró en El desierto de los tártaros (1940), J. M. Coetzee estuvo Esperando a los bárbaros (1980) y mi favorito, Zama, del mendocino Antonio di Benedetto (1956, 2017), se extravía en la tierra de nadie entre la Argentina y Paraguay. Las fronteras nos proporcionan una sensación de seguridad o bien nos sublevan y atemorizan, dependiendo de qué lado nos encontremos y de cuál sea nuestra identidad.
Mi tesis de maestría (DEA) en la Universidad de París, se basó en un seminario que llevé con Didier Anzieu, el cual se plasmaría en su libro Le corps de l’œuvre (1981). Hice un análisis aplicado de los cuentos de Julio Ramón Ribeyro (JRR), un escritor peruano y uno de los mayores cuentistas en lengua española. A Anzieu, quien fue mi director de tesis, le gustaron mucho los cuentos de JRR, los cuales habían sido traducidos por las principales editoriales francesas. Acaso porque ilustraban con precisión las ideas del analista francés. Cito esta suerte de crossover de universos (un escritor peruano, un analista francés, algo de eso veremos más adelante), para dar contexto a la anécdota que les voy a narrar sucintamente ahora.
En cierta ocasión, cuando ambos vivíamos en París, convencí, no sin dificultad, a JRR para acudir al teatro Les Bouffes du Nord (Julio no iba al teatro hacía mucho tiempo, luego comprendí por qué), donde solía presentar sus magistrales puestas en escena Peter Brook, el director de teatro inglés afincado en Francia, quien falleció en 2022 a los 96 años. Al salir de la función, mientras caminábamos por la calle para tomar el metro, se escuchó la sirena inconfundible de un furgón de la policía francesa. De súbito, Julio se escabulló a la sombra de un puente del metro elevado de la estación La Chapelle.
–¿Qué sucede, Julio? ¿Por qué te ocultas?
–Es que no tengo papeles –me respondió–. Estoy ilegal –tartamudeó, con visible incomodidad.
Quedé atónito. Ribeyro vivía en la ciudad hacía décadas, había sido embajador del Perú ante la UNESCO y era, como queda dicho, un gran escritor traducido por editoriales como Gallimard o Flammarion. Sin embargo, el miedo y la vergüenza que asomaron en su rostro eran los de cualquier inmigrante ilegal del mundo, como los vemos a diario hoy y ciertamente no solo en Europa o Norteamérica (este punto es clave para lo que pretendo demostrar hoy). Un métèque. Julio falleció en Lima, su ciudad, a la que había retornado para pasar los últimos años de su vida fumando y escribiendo. El tabaco hizo que regresara el cáncer que rondaba los bordes de su Yo piel desde hacía mucho; si no fumaba, no escribía. Si volvía a fumar, podía escribir, pero era una muerte segura. Esta última fue su opción, la que narró en su estilo despojado y sin romanticismo alguno, en su libro Solo para fumadores (1987).
He mencionado en otra ocasión cómo, en su clásico texto sobre la extranjería y la mismidad, Julia Kristeva (1988) reflexiona acerca de esa condición en el capítulo inicial, “Toccata y fuga por el extranjero”. Al cabo se advierte que su extranjero es el inmigrante ilegal de los países pobres –a menudo proveniente de antiguas colonias europeas y con no poca frecuencia, musulmán–, que llega por cualquier medio al Primer Mundo en busca de sustento o supervivencia. Asoma la sombra de lo que Edward Said (1997, 2003) denomina Orientalismo. Una visión europeizante de lo exótico, valiosa mas no universal: “De entrada, nos impacta su singularidad: sus ojos, sus labios, esos pómulos, esa piel que no es como las otras, lo distinguen y recuerdan que ahí hay alguien”. […] “Siente cierta admiración por quienes lo han acogido, ya que a menudo los considera superiores a él, ya sea material, política o socialmente” (pp. 12 y 16, traducción propia).
En Ñamérica, un libro reciente del escritor argentino Martín Caparrós (2021), dice lo siguiente: “El exotismo está hecho también de relatos –-libros, películas, cuentos– que el extranjero ha recibido alguna vez y que, al mirar, aplica sobre la superficie impenetrable de lo diferente –que se ofrece como espectáculo incomprensible ante sus ojos–. El exotismo es un ejercicio de adecuación sin éxito posible”.2
En las sociedades latinoamericanas vivimos del otro lado del espejo.
Para nosotros la palabra extranjero en muchas ocasiones confiere, contrario sensu, nociones de prestigio y privilegio. En el Perú se dice, por ejemplo, “se casó con suizo(a)”. Lo que se sobreentiende como una situación afortunada, una beca o lotería; quizá por eso se suprime el artículo indefinido, para fijar el significante, abrochar el punto de capitón. El extranjero no es el boliviano, chileno o ecuatoriano sino el europeo o norteamericano (excepto mexicano). Alguien envidiable, deseable, cuyos bienes o pasaporte son codiciados pues significan, parafraseando a Kristeva, la fuga al extranjero (previa toccata). La perspectiva se invierte, los valores también.3 En estos tiempos asistimos a una mayor complejidad de esta problemática, pues el doloroso exilio venezolano ha hecho del Perú el principal destino de los inmigrantes provenientes de ese país, en su gran mayoría viviendo en condiciones de pobreza, a menudo extrema.
Escribí un obituario por la muerte de JRR en el diario en el que escribo una columna semanal. Lo titulé “La elegancia de la desesperación”, tomando prestado el título del retrato que hace Emil Cioran de Samuel Beckett, dos autores afines a la escritura y el pensamiento –fue también un gran ensayista– del escritor peruano indocumentado en París. Ese afán desesperado de pertenencia, no siempre elegante, es el punto que quisiera abordar ahora.
Octavio Paz afirmaba que los latinoamericanos somos el extremo Occidente. Esa condición fronteriza ha generado respuestas impregnadas de una, en apariencia, indestructible ambivalencia. El autor colombiano Carlos Granés, uno de los pensadores más sólidos y talentosos de la actualidad, ha escrito un libro formidable cuyo título dice mucho: Delirio americano. Una historia cultural y política de América Latina (2022). En un fresco de una erudición impresionante, traza la intrincada relación de artistas y políticos latinoamericanos, atravesados por la tensa relación con los grandes centros de pensamiento y poder de Europa y Estados Unidos. Desde César Vallejo hasta Fidel Castro, desde José Martí hasta Juan Domingo Perón, desde toda la cohorte de dictadores4 hasta creadores como Caetano Veloso, Roberto Bolaño o Doris Salcedo, desfilan las figuras que han jalonado nuestra existencia e identidad.
En su extraordinaria narración de un mundo signado por el populismo, sea de izquierda o derecha, no figuran los psicoanalistas. Es significativo que Granés sea hijo de una psicoanalista, al igual que Caparrós. Mientras lo leía, sin embargo, mi mente nos iba insertando en ese delirio. Sentía que el rompecabezas estaba incompleto y me urgía un afán imperioso, quizá de índole narcisista, de agregar las piezas faltantes. Al igual que nuestros grandes escritores o artistas plásticos, al igual que nuestra variopinta clase política, nosotros no hemos sido inmunes a esas corrientes que nos han traído hasta acá, a la fabulosa Cartagena de Indias. El nombre de Cartagena es una derivación de Cartago Nova”, nombre que tras las guerras púnicas le dieron los romanos a la ciudad de Qardt Hadasht fundada por los cartagineses. Sin embargo, el dato más relevante para fines de esta exposición es que fue el principal puerto de tráfico de esclavos traídos del África.
No en balde el movimiento vanguardista brasileño, encabezado por Tarsila do Amaral y Oswald de Andrade, publica en 1928 el Manifiesto Antropófago. La antropofagia planteada por estos artistas y poetas resuelve la tensión entre nacionalismo y cosmopolitismo –una constante en la historia de la cultura latinoamericana–, incorporando al otro en el propio cuerpo. Con gran acierto, mi amigo y colega argentino Mariano Horenstein nombró a la revista de FEPAL, que él concibió y fundó, Calibán.
Los analistas que tenía en mente mientras leía el ensayo de Granés no eran tan solo exploradores del inconsciente, lo que ya es de por sí una tarea ímproba. A este desafío se añade el de recorrer el camino trazado por las vanguardias artísticas latinoamericanas, tanto los de la primera mitad del siglo XX como los del Boom, quienes supieron apropiarse de las técnicas de los grandes escritores europeos y norteamericanos y adoptar esas herramientas, transformarlas y construir algo radicalmente original. Pensaba, por ejemplo, en los analistas del Río de la Plata, quienes para mí fueron unos pioneros cuya huella parece estarse desvaneciendo en las orillas de ese río. Baudelaire lo dice con insuperable concisión en Las flores del mal, en la última línea de su poema “El viaje”:
¡Entremos en lo ignoto para encontrar lo Nuevo!
El secreto de esta operación canibalística –demoníaca la llama Vargas Llosa en su Historia de un deicidio, dedicada a la obra de su entonces amigo García Márquez–, es narrar con técnicas importadas y transformadas, relatos propios de nuestra historia y regiones. Eso es lo que quisiera hallar en nuestra práctica y teorización del psicoanálisis latinoamericano: relatos, técnicas, casos, análisis de aquello que signa nuestra condición fronteriza, mutante, en ocasiones bárbara, inestable por definición.
La IPA ha hecho, en los últimos años, esfuerzos notables para no permanecer a la zaga de cambios paradigmáticos en la cultura. Tenemos comités para el racismo, los grupos LGTBIQ+, hemos revisado nuestros criterios de admisión a las sociedades de formación de analistas, con el fin de terminar con un siglo de discriminaciones, otorgamos premios dedicados a trabajos otrora no admitidos en nuestros cánones. El recordado Lee Jaffe, entonces presidente de APsaA, pidió perdón en la inauguración del congreso de dicha Asociación (2019) por haber tratado la homosexualidad como una enfermedad, contribuyendo de esta manera a la discriminación y causando efectos traumáticos contra los grupos LGTBIQ+. Se cumplían cincuenta años de la masacre de Stonewall.
La agencia de noticias Reuters afirma que podría ser la primera organización de salud mental en Estados Unidos que difunde disculpas públicas de esa naturaleza. Pese a que los psiquiatras desclasificaron a la homosexualidad como una enfermedad mental en 1973 (debido a las protestas vinculadas a la brutal intervención policial ante la revuelta de Stonewall), y los psicoanalistas estadounidenses lo hicieron 20 años después, nadie había pedido perdón públicamente por los daños causados, no solo a los homosexuales, sino a todos los integrantes de la comunidad LGTBIQ+. Foucault, el teórico de la vigilancia, el castigo y el biopoder, hubiera apreciado la ironía de que la policía de NY pidiera perdón un mes antes que los psicoanalistas.
Mi punto es este: Latinoamérica es, por su desfase histórico respecto de las otrora potencias coloniales, un lugar “privilegiado” para vérselas cara a cara con poblaciones víctimas de toda suerte de discriminaciones y maltratos, pese a que no suelan ser quienes acuden a nuestros consultorios que se ubican en las zonas pudientes,en las burbujas urbanas simbólica –a veces literalmente– amuralladas.A raíz de la devastadora pandemia del Covid-19 y sus repercusiones de toda índole en la calidad de vida, en particular de las poblaciones más vulnerables, muchas instituciones psicoanalíticas y colegas de toda la región han realizado esfuerzos encomiables para atender las abrumadoras necesidades que esta catástrofe humanitaria puso en evidencia. Existen iniciativas admirables como Psicoanálisis a Cielo Abierto, de FEPAL (impulsada por mi amiga Magda Khoury de la SPSP), o Extramuros, de APU. Mi sociedad, la SPP, obtuvo el premio de la IPA otorgado en el congreso de Londres a dichas iniciativas por liderar la organización Psicólogos Contigo.
Esta crisis planetaria de múltiples facetas podría corresponder a ese dicho atribuido a los budistas: “Lo que sucede, conviene”. Ojalá los psicoanalistas estemos a la altura del desafío que supone, tal como lo hicieron mucho antes intelectuales y artistas, canibalizar la teoría y la práctica venidas del hemisferio norte, de su vertiente occidental, y ponerlas al servicio no solo de esfuerzos heroicos para acudir en ayuda de poblaciones vulnerables o abandonadas, sino para cuestionar nuestro instrumento de trabajo y hacer los ajustes necesarios. Más aún, para cuestionar nuestras identificaciones y fronteras. Para ser capaces de entrar en contacto con inmensos grupos humanos, maltrechos y desvalorizados, cuya existencia hemos borrado mediante alucinaciones negativas grupales, cuando no negado lisa y llanamente. Entrar en contacto no de manera esporádica o caritativa: me refiero a un proceso de reconocimiento e identificación con esos objetos renegados, despreciados, invisibilizados.
La pandemia nos ha afectado en todas las regiones de nuestra casa matriz, pero no lo ha hecho de la misma manera. Mi país, el Perú, tuvo la mayor cantidad de muertos porcentuales del mundo. Más de 200.000 personas fallecieron a raíz del Covid-19. Esta tragedia de proporciones bíblicas se debió a una conjunción de factores asociados al abandono del servicio público: escasez de camas UCI, oxígeno, personal de salud, etcétera. Sin embargo, Perú atravesaba un ciclo de bonanza económica de años, gracias a factores tales como el precio de los metales o el éxito de la industria agroexportadora. No obstante, sucesivos gobiernos a lo largo del siglo XXI –todos democráticamente elegidos, lo cual es una rareza en estas latitudes– omitieron invertir en el sistema de salud pública, destinado a las poblaciones de menores recursos económicos. Esta omisión no es casual. Desde la conquista, pasando por la colonia y tras doscientos años de independencia republicana, el racismo, el clasismo y los mecanismos concomitantes de negación, discriminación e incluso la identificación con el agresor por parte de los desposeídos, determinaron este estado de cosas que, una vez más, desembocó en una variante genocida, pues la pandemia mató sobre todo a los más vulnerables no solo física, sino económicamente.
Digo una vez más porque durante el conflicto armado interno, tanto la guerrilla ultraviolenta de Sendero Luminoso como las Fuerzas Armadas, asesinaron fundamentalmente a campesinos quechua-hablantes, habitantes de las zonas más pobres de los Andes. Vale decir que el “extranjero”, en muchos países latinoamericanos, es un compatriota perteneciente a una mayoría marginada y desvalorizada. Los psicoanalistas los conocemos y nos vinculamos con estas personas porque a menudo desempeñan tareas domésticas en nuestros hogares, consultorios o sociedades. Los vemos cotidianamente pero rara vez los atendemos en consulta, salvo de manera esforzada en experiencias valiosas como las citadas, allende los linderos del consultorio. Pero lo hacemos de manera puntual, con frecuencia a expensas de nuestro tiempo e ingresos. No nos consideramos parte de una misma colectividad y, por ende, no hemos adaptado nuestros instrumentos de trabajo, teoría y técnica, a estas complejas estratificaciones.
En lo esencial, trabajamos la mayor parte de nuestras horas como si viviéramos en Londres, París o San Francisco. Escribimos y publicamos trabajos con esa misma impronta. Interpretamos en esa misma línea. Vivimos, como Julio Ramón Ribeyro, en París pero indocumentados.Mi compatriota, colega, amigo y mentor, Moisés Lemlij (2022), lo describió así:
“La práctica del psicoanálisis es –obviamente– influida por el contexto sociocultural en el que se desarrolla su aplicación concreta. Una sociedad tan perturbada como la nuestra que exige la comprensión de su lado oscuro, fuerza a los analistas a salir del consultorio, convirtiéndolos en seres mixtos, polivalentes, que deben ser versátiles”.5 Sin embargo, en el mismo texto añade poco después que este punto de vista está sujeto a debate: entre quienes piensan que nuestro oficio debe limitarse al trabajo clínico y a la discusión de temas vinculados, mientras que otros piensan que tenemos una responsabilidad que asumir ante la sociedad. Ambos grupos, alega, “esgrimen excelentes argumentos”.
Si bien está claro, por lo ya expuesto, cuál es mi postura en esta discusión, les estoy proponiendo otra vuelta de tuerca. No se trata tan solo de poner nuestro entrenamiento y arsenal teórico-clínico a disposición de sociedades cuyas inicuas desigualdades y fragmentaciones desgarran el tejido social y violentan sus vínculos. André Green (2004) sostenía que el analista no analiza el texto: es el texto –literario– el que lo analiza a uno. Del mismo modo, con la misma dinámica, la sociedad en la que vivimos nos exige un arduo, sostenido y complejo trabajo de descolonización mental. Esto, claro está, sin arrojar al bebé con el agua sucia de la bañera. Para ser más precisos, cito al escritor español Javier Cercas, respondiendo por Skype a una pregunta de la combativa escritora peruana Gabriela Wiener: “Los malvados españoles que conquistaron América son vuestros antepasados, no los míos”.
En efecto, somos nosotros, los latinoamericanos, quienes descendemos tanto de Cortés como de Pizarro, de Moctezuma como de Atahualpa. Cuando hablo de descolonizar nuestras mentes, me refiero a que la responsabilidad es nuestra. El desafío de construir un psicoanálisis criollo (Bruce, 2015), en el que seamos capaces de emular el Manifiesto Antropofágico de la vanguardia brasileña, es nuestro. Aprendiendo de los grandes maestros del psicoanálisis, sin dejar de lado la urgencia de afinar nuestro instrumento en función de las notas que resuenan o chirrían en las calles de nuestras ciudades. He asistido a demasiados congresos en nuestra región en los que en vez de en Córdoba o Ciudad de México, al escuchar los trabajos, de excelente factura con frecuencia, me sentía en Montpellier o Londres. Lo propio sucede cuando se leen las –escasas– publicaciones de colegas de nuestra región en revistas internacionales: es imposible saber si provienen de la Argentina, Brasil o Estados Unidos, acaso Francia. No tengo la clave para salir de este entrampamiento. Tengo muchas inquietudes, incertidumbre y ganas de abrir esta conversación entre todos nosotros. Finalizo esta parte de mi presentación proponiendo que, si bien me he basado en la experiencia latinoamericana, este debate bien podría hacerse extensivo a los colegas y sociedades de todas las regiones de la IPA, cada cual con su historia y peculiaridades.
Parte II
Wilhelm Reich, acaso uno de los réprobos más geniales y controvertidos entre los pioneros de nuestra disciplina –fue expulsado del partido comunista por ser psicoanalista y de la IPA por ser comunista (Rycroft, 1973)–, sostenía que los psicoanalistas, cuando presentaban sus casos en congresos como este, solían recurrir a ejemplos clínicos de personajes exitosos de las élites. Así, para ilustrar la sublimación de la pulsión de muerte, presentaban el caso de un neurocirujano brillante o, para ejemplificar alguna derivación de la pulsión anal, nada mejor que la historia de un paciente que resultaba ser un artista extremadamente célebre o talentoso. Pero nunca se trataba de un carnicero o un reciclador de basura, respectivamente.6 Tendré en cuenta su admonición para los materiales que les voy a presentar ahora.
Voy a intentar ilustrar este punto con un caso que me tocó supervisar en un congreso y un ejemplo clínico de mi práctica.
Hace algunos años, la Asociación de Psiquiatría de Rio Grande do Sul, en Brasil, me invitó a dar una conferencia en su congreso anual en la bella ciudad de Gramado. Elegí el tema del racismo. Aproximadamente la mitad de la población del gran vecino que no pertenece a Ñamérica (en el portugués no existe la letra ñ) pertenece a la etnia que nuestros amigos denominan pretos, negros o mulatos (afrodescendientes). Al observar desde el estrado el atiborrado salón de conferencias (era el plenario de cierre del congreso), no vi a ninguno y así lo hice saber, incluyendo esa percepción no borrada en mi intervención.
Cuando llegó el tiempo de las preguntas, Claudio Eizirik recordó que, cincuenta años atrás, Jean-Paul Sartre había venido de visita a Río de Janeiro. En la conferencia abarrotada de gente que dio Sartre, lo primero que dijo, nos contó Claudio, fue: “¿Y dónde diablos están los negros?”. Medio siglo después, la historia se repite, como tragedia, mas no como farsa.
No hay que desesperar. Algunos años más tarde, la asociación de Rio Grande do Sul volvió a hacerme el honor de invitarme. El motivo de la invitación era la graduación del primer psiquiatra afrodescendiente de la región, Lucas Oliveira Mendes. Me pedían que supervisara un material clínico de dos pacientes afrodescendientes, uno de los cuales era psicótico. El material forma parte del trabajo de Lucas titulado “A identidade afrodescendente no contexto analítico: estudio de dois casos clínicos”.
La sesión transcurre en el cuarto de un hospital. El psiquiatra está acompañado de un enfermero negro y una enfermera blanca, pues el paciente presenta signos de gran agitación psicomotora. En algún momento del intercambio, el paciente lo mira a Lucas con esa desconfianza paranoide que todos conocemos, y le dice con sorna teatral: “pode devolver o jaleco para o doutora, vocês não precisam mais fazer esta cena ridícula de vocês para me enganar. Eu já entendi tudo. Você pode ir lá para o seu lugar con seu amiguinho”7(refiriéndose al otro técnico de enfermería).
Como dirían los políticos, el paciente enuncia “su” verdad. A diferencia de aquellos, el paciente, al que Lucas llama Exu, no miente. Por el contrario, enuncia una potente verdad social: ¿Cómo lo va a atender un psicoterapeuta negro? Es interesante observar que la paciente del otro caso presentado por Lucas, a la que otorga el nombre Orixá de Nanã, representa la posición opuesta: solo confía en Lucas precisamente porque es negro. Con finura, nuestro colega desmonta ambas actitudes transferenciales, sin por ello desconocer el contexto psicosocial de donde estas surgen, impregnado de significados racistas.
Durante buena parte de nuestra historia como psicoanalistas, hemos funcionado como si esa situación no existiera en el ámbito privado de nuestros consultorios. Éramos capaces de reconocer la existencia del problema, pero no de ver que éramos parte de él. La misma situación que he evocado en el caso de Brasil se presenta en el Perú y, a no dudarlo, en la mayoría sino en todas nuestras instituciones psicoanalíticas latinoamericanas. Acaso también en el resto del mundo. Entre la alucinación negativa y la negación, hemos pretendido existir al margen de la herencia colonial.
Para ello nos hemos parapetado en los recintos amurallados de nuestros consultorios, institutos y sociedades. Nuestras armas de protección han sido los mismos conceptos con los que tratamos a nuestros pacientes, sin advertir que, por mucho que pretendiéramos ignorar su existencia, el racismo y el clasismo siempre estaban ahí. Es paradójico –y seguramente no es casual– que sea en medio de esta atroz pandemia y el subsecuente confinamiento, que estemos reflexionando acerca de esos confines, si me permiten la aliteración, en los cuales nos sentíamos tan seguros. Aunque la pandemia haya perdido virulencia, los fantasmas han permanecido erosionando la solidez de las murallas.
El ejemplo clínico es el de Marco, quien me contactó cuando era un joven de 28 años, proveniente de uno de los distritos más pobres y violentos de mi país, en las afueras de una ciudad de provincia. El nombre del lugar era algo así como El Milagro, uno de esos eufemismos crueles para encubrir la desesperanza de la supervivencia en entornos desprovistos de servicios públicos elementales (agua, desagüe, energía eléctrica, seguridad ciudadana, conectividad, etcétera), al mismo tiempo que el nombre –La Victoria, El Porvenir…– funciona como un significante de la negación envuelta en una ironía involuntaria y cruel. Marco pasaba largas horas en un transporte interprovincial para llegar a Lima y al barrio privilegiado de mi consultorio.
Gracias a un talento y persistencia admirables, Marco logró no solo salir de ese lugar –asentamientos humanos es el nombre con el que se les conoce en el Perú, sinónimo de las villas miseria, favelas o callampas de otros países de la región–, sino también hacer una maestría en una universidad prestigiosa de la capital. Hoy trabaja en un organismo internacional, pero el éxito y el ascenso social concomitante no han borrado las cicatrices de una infancia transcurrida en un mundo de carencias y violencia física y moral inconcebibles. A lo que conviene añadir su apariencia étnica mestiza, en un mundo dominado por las élites blancas.
Si bien su futuro profesional es auspicioso –ha sido invitado a ocupar altos cargos públicos en más de una ocasión–, esto no ha permitido que se despoje de un rencor tenaz respecto de su lugar de origen y de sus habitantes, así como de una desconfianza insidiosa y pertinaz respecto de las personas con las que suele interactuar ahora. Una de las cosas que lo sublevan es cuando algún personaje famoso, perteneciente a los sectores privilegiados, aduce en público haber tenido una infancia difícil: “Pretenden arrebatarnos hasta la marginalidad”, me comentó. Hemos trabajado y avanzado mucho en ese sentido, pero a veces me pregunto si no nos hemos topado con el lecho de roca, con ese resto irrepresentable al que ninguna interpretación, ningún proceso de vinculación transferencial, accede.
Cuando me describe las durísimas condiciones de vida que continúan imperando en El Milagro (su casa colindaba con un terraplén que hasta hoy hace las veces de campo de juegos, basural y cementerio), no hay duda de que Marco goza. A propósito de alguna de las descripciones apocalípticas de las maneras de actuar y expresarse de esos personajes primitivos y vulgares –en uno de sus chats de WhatsApp participan compañeros de escuela que se encuentran detenidos en prisión–, quise poner a prueba la hipótesis arriba mencionada de lo irrepresentable. Le hice la siguiente pregunta: “Si tuvieras el poder mágico de arreglar El Milagro y transformarlo en un lugar civilizado, poblado de personas cultivadas y respetuosas de la ley y los derechos ajenos, ¿lo harías?”.
Marco no dudó un instante. Soltó una carcajada y me respondió: “¡Jamás de la vida, doctor!” Si hiciera algo así, parecía decirme, con los ojos brillantes, perdería todo el placer de relatar, así como el poder de exhibir su triunfo y manifestar la inmensa superioridad que le confería. No se me oculta que para él acudir a mi consulta es una búsqueda de salud mental y bienestar, pero también forma parte de ese paquete de logros que lo alejan del inframundo. Una de sus frases recurrentes es: “Los pobres son malos, doctor”. Creo que también es consciente del privilegio que me otorga interactuar con él. Todo lo que nos separa –etnia, clase social, posición socioeconómica– es precisamente aquello que puede permitirnos recuperar el espíritu aventurero, explorador, creativo, del psicoanálisis que Freud nos legó con el encargo explícito de desarrollarlo y, de esa manera, refundarlo. Siempre y cuando, como nos invita Baudelaire, hagamos el viaje pasando por lo ignoto hasta llegar a lo nuevo. ¿Hasta cuándo? La respuesta la dio Florentino Ariza, el personaje de El amor en los tiempos del cólera (1985), de García Márquez. Al ser interrogado hasta cuándo podemos seguir en este ir y venir del carajo, respondió: toda la vida.
1 jbrucex6@gmail.com. Miembro de la Sociedad Psicoanalítica del Perú.
2 Ñamérica, Martín Caparrós.
3 En el Cusco, la otrora capital del imperio incaico, se les llama “bricheros” a quienes logran emparejarse con uno de esos extranjeros de los países ricos. Curiosa vuelta de tuerca: los descendientes de los Incas ahora andan a la caza de los descendientes de los conquistadores.
4 Que, a su vez, es un género literario latinoamericano. Escritores como Alejo Carpentier, Augusto Roa Bastos, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Junot Díaz, le han dedicado novelas memorables. Escribí un artículo al respecto en la revista Penser-Rêver, que dirigía Michel Gribinski. Bruce (2012).
5 El texto fue publicado originalmente en inglés: International Psuchoanalysis, IPA Newsletter Summer Issue, 1992. Acaba de publicarse una recopilación de textos de Lemlij en inglés (2022, p. 154). La traducción es mía.
6 En muchos países latinoamericanos, los recicladores de basura son personas que recorren los barrios, en particular los más pudientes (donde suelen encontrarse los locales de las instituciones psicoanalíticas), hurgando en las bolsas de basura con el fin de seleccionar objetos de plástico, metal, envases diversos, etcétera, y venderlos por unas monedas a empresas especializadas en reciclaje industrial.
7 “Puede devolver la bata de médico a la doctora, ustedes no necesitan seguir haciendo esta escena ridícula para engañarme. Ya entendí todo. Usted puede ir a su lugar con su amiguito”.
Descriptores: PSICOANÁLISIS / CULTURA / SOCIEDAD / RACISMO / VIÑETA CLÍNICA
Candidatos a descriptores: FRONTERA / EXTRANJERO / AMERICA LATINA / PANDEMIA
Abstract
At the wrong time
The author underlines the fact that Latin America has been working for decades as if methods could be imported without taking into account the peculiarities of the region. He emphasizes that Latin America is, due to its historical lag with respect to the former colonial powers, a “privileged” place to come face to face with populations that are victims of all kinds of discrimination and mistreatment, even though they are not usually the ones who come to the clinics (generally located in urban bubbles, symbolically –and sometimes literally– walled in). He proposes to build a “creole psychoanalysis”, learning from the great masters of psychoanalysis without neglecting the urgency of adapting the instrument.
He relates several clinical examples. The first, of a clinical supervision made at a hospital, refers to the issue of racism. The second shows how analysis encounters a sort of “bedrock”, which reveals that everything that apparently separates –ethnicity, social class, socio-economic position– can allow to recover the adventurous, exploratory, creative spirit of Freudian psychoanalysis, to develop it and re-found it.
Resumo
Inoportunamente
O autor destaca o fato de que durante décadas na América Latina se trabalhou como se o método pudesse ser importado sem levar em conta as peculiaridades da região. Ressalta que a América Latina é, pelo seu desfasamento histórico a respeito das potências coloniais de outrora, um lugar “privilegiado” para vê-las cara a cara com populações vítimas de toda espécie de discriminações e maus-tratos, apesar de que não costuma ser quem vêm aos consultórios (geralmente situados em bolhas urbanas, simbólica –e, às vezes, literalmente– amuralhadas). Propõe construir uma psicanálise crioula (Bruce, 2015), aprendendo dos grandes mestres da psicanálise, sem deixar de lado a urgência de adequar o instrumento.
Faz referência a exemplos clínicos. O primeiro, de supervisão clínica hospitalar, remete ao tema do racismo. O segundo, mostra de que modo a análise se encontra com uma espécie de “leito de rocha”, que desvela que tudo o que aparentemente separa –etnia, classe social, posição socioeconômica–, é o que permitirá recuperar o espírito aventureiro, explorador, criativo, da psicanálise freudiana, para desenvolvê-la e refundá-la.
BIBLIOGRAFÍA